DISCURSO

DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

a los sacerdotes de la Diócesis de Aosta

Iglesia Parroquial de Introd, lunes 25 de julio de 2005

Excelencia;

queridos hermanos: 

Ante todo, quisiera expresar mi alegría y mi gratitud por esta posibilidad de encontrarme con vosotros. Al ser Papa, tengo el peligro de estar un poco lejos de la vida real, de la vida diaria, sobre todo de los sacerdotes que trabajan en primera línea, precisamente en el Valle, en tantas parroquias, y ahora, como ha dicho su excelencia, con la falta de vocaciones, también en condiciones de esfuerzo físico particularmente fuerte.

Así, para mí es una gracia poder encontrarme en esta hermosa iglesia con los sacerdotes y el presbiterio de este Valle. Y quisiera daros las gracias por haber venido, pues también para vosotros es tiempo de vacaciones. Veros reunidos, y así estar con vosotros, estar cerca de los sacerdotes que trabajan a diario por el Señor como sembradores de la Palabra, es para mí un consuelo y una alegría. Durante la semana pasada hemos escuchado dos o tres veces –me parece– esta parábola del sembrador, que ya es una parábola de consolación en una situación diversa, pero en cierto sentido también semejante a la nuestra.

El trabajo del Señor había comenzado con gran entusiasmo. Había curado a los enfermos, todos escuchaban con alegría la palabra:  "El reino de Dios está cerca". Parecía que, de verdad, el cambio del mundo y la llegada del reino de Dios sería inminente; que, por fin, la tristeza del pueblo de Dios se transformaría en alegría. Se estaba a la espera de un mensajero de Dios que tomara en su mano el timón de la historia. Ciertamente, veían que los enfermos habían sido curados, que los demonios habían sido expulsados, que el Evangelio había sido anunciado; pero, por otra parte, el mundo continuaba como antes. Nada cambiaba. Los romanos seguían dominando. A pesar de esos signos, de esas hermosas palabras, la vida era difícil cada día. Y así el entusiasmo se apagaba y, al final, como nos dice el capítulo sexto del evangelio de san Juan, también los discípulos abandonaron a este Predicador que predicaba, pero no cambiaba el mundo.

En definitiva, todos se preguntan:  ¿qué mensaje es este?, ¿qué mensaje trae este profeta de Dios? El Señor habla del sembrador que siembra en el campo del mundo. Y la semilla, como su palabra, como sus curaciones, parece algo insignificante en comparación con la realidad histórica y política. Del mismo modo que la semilla es pequeña, insignificante, así es también la Palabra.

Sin embargo –dice–, en la semilla está presente el futuro, porque la semilla contiene en sí el pan de mañana, la vida de mañana. En apariencia, la semilla no es casi nada y, a pesar de ello, es la presencia del futuro, es promesa ya presente hoy. Y así, con esta parábola, dice:  "Estamos en el tiempo de la siembra; la palabra de Dios parece sólo una palabra, casi nada. Pero ¡ánimo!, esta palabra contiene en sí la vida. Y da fruto". La parábola dice también que gran parte de la semilla no da fruto porque cayó en el camino, entre piedras, etc. Pero la parte que cayó en tierra buena dio fruto:  el treinta, el sesenta, el ciento por uno.

Eso nos da a entender que debemos ser valientes, aunque en apariencia la palabra de Dios, el reino de Dios, no tenga importancia histórico-política. Al final, en cierto sentido, Jesús, el domingo de Ramos, sintetizó todas estas enseñanzas sobre la semilla de la palabra:  si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo, pero si cae en tierra y muere, da mucho fruto. Así dio a entender que él mismo es el grano de trigo que cae en tierra y muere. En la crucifixión todo parece un fracaso; pero precisamente así, cayendo en tierra, muriendo, en el camino de la cruz, da fruto para todos los tiempos. Aquí tenemos también la finalización cristológica según la cual Cristo mismo es la semilla, es el Reino presente; y, a la vez, la dimensión eucarística:  este grano de trigo cae en tierra y así crece hasta formar el nuevo Pan, el Pan de la vida futura, la sagrada Eucaristía, que nos alimenta y que se abre a los misterios divinos, para la vida nueva.

Me parece que en la historia de la Iglesia, de formas diversas, siempre se plantean estas cuestiones, que nos preocupan realmente. ¿Qué hacer? La gente da la impresión de no necesitar de nosotros; parece inútil todo lo que hacemos. Y, sin embargo, la palabra del Señor nos enseña que sólo esta semilla transforma siempre de nuevo la tierra y la abre a la verdadera vida.

Aunque sea brevemente, en la medida de mis posibilidades, quisiera responder a las palabras de su excelencia, pero también quisiera decir que el Papa no es un oráculo; como sabemos, sólo es infalible en situaciones rarísimas. Por tanto, comparto con vosotros estas preguntas, estas cuestiones. Yo también sufro. Pero, por una parte, todos juntos queremos sufrir con estos problemas, y sufriendo también transformar los problemas, porque precisamente el sufrimiento es el camino de la transformación, y sin sufrimiento no se transforma nada.

Este es también el sentido de la parábola del  grano de trigo que cae en tierra:  sólo con un proceso de dolorosa transformación se llega a dar fruto y se abre a la solución. Y si la aparente ineficacia de nuestra predicación no fuera para nosotros un sufrimiento, sería signo de falta de fe, de compromiso auténtico. Debemos tomar a pecho estas dificultades de nuestro tiempo y transformarlas sufriendo con Cristo y así transformarnos a nosotros mismos. Y en la medida en que nosotros mismos nos transformamos, podemos también responder a la pregunta planteada antes, podemos ver asimismo la presencia del reino de Dios y hacer que los demás la vean.

El primer punto es un problema que se plantea en todo el mundo occidental:  la falta de vocaciones. En las últimas semanas he recibido en visita "ad limina" a los obispos de Sri Lanka y de la parte sur de África. Allí hay vocaciones; más aún, son tantas que no pueden construir suficientes seminarios como para acoger a esos jóvenes que quieren llegar a ser sacerdotes. Naturalmente, también esta alegría implica cierta tristeza, porque al menos una parte va al seminario con la esperanza de una promoción social. Al hacerse sacerdotes consiguen casi el rango de jefes de tribu, naturalmente son privilegiados, tienen otra forma de vida, etc. Por tanto, la cizaña y el grano de trigo están juntos en este hermoso aumento del número de las vocaciones, y los obispos deben estar muy atentos para hacer un discernimiento:  no deben contentarse con tener muchos sacerdotes futuros; deben analizar cuáles son realmente las auténticas vocaciones, discernir entre la cizaña y el trigo.

Con todo, hay cierto entusiasmo de la fe, porque se encuentran en un momento determinado de la historia, es decir, en la hora en que las religiones tradicionales obviamente resultan insuficientes. Y se comprende, se ve que estas religiones tradicionales contienen una promesa, pero esperan algo. Esperan una nueva respuesta que purifique, que asuma en sí todo lo hermoso, que anule los aspectos insuficientes y negativos. En este momento de paso, en el que realmente su cultura tiende hacia una nueva etapa de la historia, las dos propuestas –cristianismo e islam– son las posibles respuestas históricas.

Por eso, en cierto sentido, en aquellos países se está produciendo una primavera de la fe, pero naturalmente en el marco de la competición entre estas dos respuestas, sobre todo en el contexto del sufrimiento de las sectas, que se presentan como la mejor respuesta cristiana, la más fácil, la más cómoda. Por tanto, también en una historia de promesa, en un momento de primavera, sigue siendo difícil la tarea de quien debe sembrar con Cristo la Palabra, construyendo así la Iglesia.

Es diferente la situación en el mundo occidental, un mundo cansado de su propia cultura, un mundo que ha llegado a un momento en el cual ya no se siente la necesidad de Dios, y mucho menos de Cristo, y en el cual, por consiguiente, parece que el hombre podría construirse a sí mismo. En este clima de un racionalismo que se cierra en sí mismo, que considera el modelo de las ciencias como único modelo de conocimiento, todo lo demás es subjetivo. Naturalmente, también la vida cristiana resulta una opción subjetiva y, por ello, arbitraria; ya no es el camino de la vida. Así pues, como es obvio, resulta difícil creer; y, si es difícil creer, mucho más difícil es entregar la vida al Señor para ponerse a su servicio.

Ciertamente, este es un sufrimiento propio de nuestro tiempo histórico, en el que por lo general las así llamadas grandes Iglesias parece que se están muriendo. Así sucede sobre todo en Australia, también en Europa, un poco menos en Estados Unidos.

En cambio, crecen las sectas, que se presentan con la certeza de un mínimo de fe, pues el hombre busca certezas. Por tanto, las grandes Iglesias, sobre todo las grandes Iglesias tradicionales protestantes, se encuentran realmente en una crisis profundísima. Las sectas están prevaleciendo, porque se presentan con certezas sencillas, pocas; y dicen:  esto es suficiente.

La Iglesia católica no está tan mal como las grandes Iglesias protestantes históricas, pero naturalmente comparte el problema de nuestro momento histórico. Yo creo que no hay un sistema para hacer un cambio rápido. Debemos seguir avanzando para salir de este túnel, con paciencia, con la certeza de que Cristo es la respuesta y que al final resplandecerá de nuevo su luz.

Así pues, la primera respuesta es la paciencia, con la certeza de que el mundo no puede vivir sin Dios, el Dios de la Revelación –y no cualquier Dios, pues puede ser peligroso un Dios cruel, un Dios falso–, el Dios que en Jesucristo nos mostró su rostro, un rostro que sufrió por nosotros, un rostro de amor que transforma el mundo como el grano de trigo que cae en tierra.

Por consiguiente, tenemos esta profundísima certeza:  Cristo es la respuesta y, sin el Dios concreto, el Dios con el rostro de Cristo, el mundo se autodestruye y resulta aún más evidente que un racionalismo cerrado, que piensa que el hombre por sí solo podría reconstruir el auténtico mundo mejor, no tiene la verdad. Al contrario, si no se tiene la medida del Dios verdadero, el hombre se autodestruye. Lo constatamos con nuestros propios ojos.

Debemos tener una certeza renovada:  él es la Verdad y sólo caminando tras sus huellas vamos en la dirección correcta, y debemos caminar y guiar a los demás en esta dirección.

El primer punto de mi respuesta es:  en todo este sufrimiento no sólo no debemos perder la certeza de que Cristo es realmente el rostro de Dios, sino también profundizar esta certeza y la alegría de conocerla y de ser así realmente ministros del futuro del mundo, del futuro de todo hombre. Y hemos de profundizar esta certeza en una relación personal y profunda con el Señor. Porque la certeza puede crecer también con consideraciones racionales. Realmente, me parece muy importante una reflexión sincera que convenza también racionalmente, pero llega a ser personal, fuerte y exigente en virtud de una amistad con Cristo vivida personalmente cada día.

Por consiguiente, la certeza exige esta personalización de nuestra fe, de nuestra amistad con el Señor; así surgen también nuevas vocaciones. Lo vemos en la nueva generación después de la gran crisis de esta lucha cultural que estalló en 1968, donde realmente parecía que había pasado la época histórica del cristianismo. Vemos que las promesas del '68 no se han cumplido; y renace la convicción de que hay otro modo, más complejo, porque exige estas transformaciones de nuestro corazón, pero más verdadero, y así surgen también nuevas vocaciones. Nosotros mismos también debemos tener creatividad para buscar formas de ayudar a los jóvenes a encontrar este camino para el futuro. Asimismo, esto resultó evidente en el diálogo con los obispos africanos. A pesar del número de sacerdotes, muchos están condenados a una terrible soledad, y moralmente muchos no sobreviven.

Así pues, es importante tener a su alrededor la realidad del presbiterio, de la comunidad de sacerdotes que se ayudan, que están juntos siguiendo un camino común, con solidaridad en la fe común. También esto me parece importante porque, si los jóvenes ven sacerdotes muy aislados, tristes, cansados, piensan:  si este es mi futuro, no podré resistir. Se debe crear realmente esta comunión de vida, que convenza a los jóvenes:  "sí, este puede ser un futuro también para mí, así se puede vivir".

Me he alargado demasiado, aunque me parece que ya he dicho algo sobre el segundo punto. Es verdad:  a la gente, sobre todo a los responsables del mundo, la Iglesia les parece un poco anticuada; nuestras propuestas no les parecen necesarias. Se comportan como si pudieran y quisieran vivir sin nuestra palabra, y piensan siempre que no tienen necesidad de nosotros. No buscan nuestra palabra.

Esto es verdad, y nos hace sufrir, pero también forma parte de esta situación histórica de cierta visión antropológica, según la cual el hombre debe hacer las cosas como dijo Karl Marx:  "La Iglesia ha tenido 1800 años para demostrar que cambiaría el mundo y no lo ha hecho; ahora lo haremos nosotros".

Esta es una idea muy generalizada, y se apoya también en filosofías. Así se comprende que mucha gente tenga la impresión de que se puede vivir sin la Iglesia, a la cual presentan como algo del pasado. Pero cada vez resulta más claro que sólo los valores morales y las convicciones fuertes dan la posibilidad, aunque con sacrificios, de vivir y construir el mundo. No se puede construir de modo mecánico, como proponía Karl Marx con la teoría del capital y de la propiedad, etc.

Si no existen las fuerzas morales en los corazones y no se está dispuesto a sufrir también por estos valores, no se construye un mundo mejor; al contrario, el mundo empeora cada día; el egoísmo lo domina y destruye todo. Ante esta realidad, surge de nuevo la pregunta:  ¿De dónde vienen las fuerzas que dan la capacidad de sufrir también por el bien, de sufrir por el bien que ante todo me hiere a mí, que no tiene una utilidad inmediata? ¿Dónde están los recursos, las fuentes? ¿De dónde viene la fuerza para vivir estos valores?

Se ve que la moralidad como tal no se realiza, no es eficiente, si no tiene un fundamento más profundo en convicciones que realmente den certeza y también fuerza para sufrir, porque, al mismo tiempo, forman parte de un amor, un amor que en el sufrimiento crece y es sustancia de la vida. En efecto, al final sólo el amor nos hace vivir y el amor es siempre también sufrimiento:  madura en el sufrimiento y da la fuerza para sufrir por el bien sin tener en cuenta nuestro momento actual.

Me parece que esta conciencia está aumentando, porque ya se ven los efectos de una condición en la que no se tienen las fuerzas que provienen de un amor que es sustancia de mi vida y que me da fuerza para seguir librando la lucha por el bien. También aquí, naturalmente, necesitamos paciencia, pero se trata de una paciencia activa, en el sentido de que hay que ayudar a la gente para que comprenda:  necesitáis esto.

Y, aunque no se conviertan en seguida, al menos se acercan a los que, en la Iglesia, poseen esta fuerza interior. En la Iglesia siempre ha existido este grupo fuerte interiormente, que lleva de verdad la fuerza de la fe; y también hay personas que se acercan a ella y se dejan llevar, y así participan.

Pienso en la parábola del Señor sobre el grano de mostaza, muy pequeño, pero que luego se convierte en un árbol muy grande, hasta el punto de que las aves del cielo anidan en sus ramas.

Esas aves pueden ser las personas que, aunque todavía no se convierten, al menos se posan en las ramas del árbol de la Iglesia. He hecho esta reflexión:  en el tiempo del Iluminismo, los católicos y los protestantes, aunque no compartían la misma fe, pensaban que debían conservar los valores morales comunes, dándoles un fundamento suficiente. Pensaban:  debemos hacer que los valores morales sean independientes de las confesiones religiosas, de forma que se mantengan "etsi Deus non daretur".

Hoy nos encontramos en una situación opuesta; se ha invertido la situación. Ya no resultan evidentes los valores morales. Sólo resultan evidentes si Dios existe. Por eso, he sugerido que los "laicos", los así llamados "laicos", deberían reflexionar si para ellos no vale hoy lo contrario:  debemos vivir "quasi Deus daretur"; aunque no tengamos la fuerza para creer, debemos vivir basándonos en esta hipótesis, pues de lo contrario el mundo no funciona. Y, a mi parecer, este sería un primer paso para acercarse a la fe. En muchos contactos veo que, gracias a Dios, aumenta el diálogo al menos con parte del laicismo.

Tercer punto:  la situación de los sacerdotes, los cuales, al ser pocos, deben ocuparse de tres, cuatro y a veces cinco parroquias, y están agotados. Creo que el obispo, juntamente con su presbiterio, está buscando la mejor solución posible. Cuando yo era arzobispo de Munich, habían creado este modelo de celebraciones de la Palabra sin sacerdote, para que la comunidad se mantuviera presente en su propia iglesia. Decían:  cada comunidad se mantiene, y donde no hay sacerdote hacemos estas celebraciones de la Palabra.

Los franceses encontraron la palabra adecuada para estas asambleas dominicales:  "en absence du prêtre" (en ausencia del sacerdote); pero, después de cierto tiempo, comprendieron que esto puede acabar mal, entre otras cosas porque se pierde el sentido del Sacramento, se realiza una "protestantización" y, en definitiva, si sólo hay celebración de la Palabra, puedo celebrarla también en mi casa.

Recuerdo, cuando yo era profesor en Tubinga, al gran exegeta Kelemann –no sé si conocéis este nombre–, alumno de Bultmann, que era un gran teólogo. Aunque era protestante convencido, nunca iba a la iglesia. Decía:  también en mi casa puedo meditar en las sagradas Escrituras.

Los franceses cambiaron luego la fórmula de las asambleas dominicales "en absence du prêtre" por la fórmula:  "en attente du prêtre" ("en espera del sacerdote"). O sea, debe ser una espera del sacerdote; normalmente la liturgia de la Palabra debería ser una excepción el domingo, porque el Señor quiere venir corporalmente. Por tanto, esa no debe ser la solución.

Se instituyó el domingo porque el Señor resucitó y entró en la comunidad de los Apóstoles para estar con ellos. Así comprendieron que el día litúrgico ya no es el sábado, sino el domingo, en el que el Señor siempre de nuevo quiere estar corporalmente con nosotros y alimentarnos con su Cuerpo, para que nosotros mismos nos convirtamos en su cuerpo en el mundo.

Es necesario encontrar el modo de ofrecer a muchas personas de buena voluntad esta posibilidad. Ahora no me atrevo a dar recetas. En Munich proponía, pero no conozco la situación de aquí, que ciertamente es un poco diferente. Nuestra población es increíblemente móvil, flexible. Si los jóvenes hacen cincuenta o más kilómetros para ir a una discoteca, ¿por qué no pueden hacer cinco kilómetros para acudir a una iglesia común? Pero, esto es algo muy concreto, práctico, y no me atrevo a dar recetas. Sin embargo, se debe tratar de suscitar en el pueblo este sentimiento:  necesito estar con la Iglesia, estar con la Iglesia viva y con el Señor.

Se debe dar esta impresión de importancia; si yo lo considero importante, esto crea también las premisas para una solución. Pero, excelencia, debo dejar abierta la cuestión en concreto.

Sucesivamente, tomaron la palabra algunos sacerdotes, que hicieron al Papa preguntas sobre la educación de los jóvenes, sobre el papel de la escuela católica y sobre la vida consagrada. El Santo Padre respondió así: 

La educación de los jóvenes

Son preguntas muy concretas, a las que no es fácil dar respuestas igualmente concretas.

Ante todo, quisiera dar las gracias por haber llamado nuestra atención sobre la necesidad de atraer hacia la Iglesia a los jóvenes, que en cambio se sienten fácilmente atraídos por otras cosas, por un estilo de vida bastante alejado de nuestras convicciones. La Iglesia antigua eligió como camino crear comunidades de vida alternativas, sin fracturas necesarias. Entonces, diría que es importante que los jóvenes descubran la belleza de la fe, que es hermoso tener una orientación, que es hermoso tener un Dios amigo que nos sabe decir realmente las cosas esenciales de la vida.

Este factor intelectual debe ir luego acompañado de un factor afectivo y social, es decir, de una socialización en la fe, porque la fe sólo puede realizarse si tiene también un cuerpo, y eso implica al hombre en sus modos de vida. Por eso, en el pasado, cuando la fe era decisiva para la vida común, podía bastar enseñar el catecismo, que sigue siendo importante también hoy.

Pero, dado que la vida social se ha alejado de la fe –porque a menudo las familias tampoco ofrecen una socialización de la fe–, debemos proponer modos de socializar la fe, para que la fe forme comunidades, ofrezca lugares de vida y convenza con un conjunto de pensamiento, afecto, amistad de vida.

Me parece que estos niveles deban ir unidos, porque el hombre tiene un cuerpo, es un ser social. En este sentido, por ejemplo, es muy hermoso poder ver aquí que numerosos párrocos se reúnen con grupos de jóvenes para pasar juntos las vacaciones. De este modo, los jóvenes comparten la alegría de las vacaciones y la viven juntamente con Dios y con la Iglesia, en la persona del párroco o del vicepárroco. Me parece que la Iglesia de hoy, también en Italia, brinda alternativas y posibilidades de una socialización en la que los jóvenes, juntos, pueden caminar con Cristo y formar Iglesia. Por eso, se les debe acompañar con respuestas inteligentes a las cuestiones de nuestro tiempo:  ¿hay aún necesidad de Dios?, ¿sigue siendo razonable creer en Dios?, ¿Cristo es sólo una figura de la historia de las religiones o es realmente el rostro de Dios, que todos necesitamos?, ¿podemos vivir bien sin conocer a Cristo?

Es preciso comprender que construir la vida, el futuro, exige también paciencia y sufrimiento. En la vida de los jóvenes no puede faltar tampoco la cruz; y no es fácil hacer comprender esto. Los montañeros saben que para realizar una gran escalada deben afrontar sacrificios y entrenarse; del mismo modo, también los jóvenes deben comprender que en la ascensión al futuro de la vida es necesario el ejercicio de una vida interior.

Así pues, personalización y socialización son las dos indicaciones necesarias para afrontar las situaciones concretas de los desafíos actuales:  los desafíos del afecto y de la comunión. En efecto, estas dos dimensiones permiten abrirse al futuro y, asimismo, enseñar que el Dios a veces difícil de la fe es también para mi bien en el futuro.

La escuela católica

Con respecto a la escuela católica, puedo decir que muchos obispos que han venido para realizar la visita "ad limina" han destacado su importancia. La escuela católica, en situaciones como la africana, se transforma en instrumento indispensable para la promoción cultural, para los primeros pasos de la alfabetización y para elevar el nivel cultural, en el que se forma una nueva cultura. Gracias a ella es posible responder también a los desafíos de la técnica que se afrontan en una cultura pre-técnica destruyendo antiguas formas de vida tribal con su contenido moral.

Entre nosotros la situación es diversa, pero lo que aquí me parece importante es el conjunto de una formación intelectual, que haga comprender bien también cómo el cristianismo hoy no está alejado de la realidad.

Como hemos dicho en la primera parte, en la línea del Iluminismo y del "segundo Iluminismo" del '68, muchos pensaban que el tiempo histórico de la Iglesia y de la fe ya había concluido, que se había entrado en una nueva era, donde estas cosas se podrían estudiar como la mitología clásica. Al contrario, es preciso hacer comprender que la fe es de actualidad permanente y de gran racionalidad. Por tanto, una afirmación intelectual en la que se comprende también la belleza y la estructura orgánica de la fe.

Esta era una de las intenciones fundamentales del Catecismo de la Iglesia católica, ahora condensado en el Compendio. No debemos pensar en un paquete de reglas que cargamos sobre los hombros, como una mochila pesada en el camino de la vida. En último término, la fe es sencilla y rica:  creemos que Dios existe, que Dios tiene que ver con nosotros. Pero, ¿qué Dios? Un Dios con un rostro, con un rostro humano, un Dios que reconcilia, que vence el odio y da la fuerza para la paz que nadie más puede dar. Es necesario hacer comprender que en realidad el cristianismo es muy sencillo y, por consiguiente, muy rico.

La escuela es una institución cultural, para la formación intelectual y profesional. Por tanto, es preciso hacer comprender la organicidad, la lógica de la fe, y por tanto conocer los grandes elementos esenciales; comprender qué es la Eucaristía, qué sucede en el Domingo, en el matrimonio cristiano. Naturalmente, por otra parte, es necesario hacer comprender que la disciplina de la religión no es una ideología puramente intelectual e individualista, como tal vez sucede en otras disciplinas:  por ejemplo, en matemáticas sé cómo se debe hacer un cálculo determinado. Pero también otras disciplinas, al final, tienen una tendencia práctica, una tendencia a la profesionalidad, a la aplicabilidad en la vida. Así, es necesario comprender que la fe esencialmente crea asamblea, une.

Es precisamente esta esencia de la fe la que nos libra del aislamiento del yo y nos une en una gran comunidad, una comunidad muy completa –en la parroquia, en la asamblea dominical– y universal, en la que todos formamos una familia.

Es preciso comprender esta dimensión católica de la comunidad que se reúne cada domingo en la parroquia. Por tanto, si, por una parte, conocer la fe es una finalidad, por otra, socializar en la Iglesia o "ecclesializar" significa insertarse en la gran comunidad de la Iglesia, lugar de vida, donde sé que también en los grandes momentos de mi vida, sobre todo en el sufrimiento y en la muerte, no estoy solo.

Su excelencia ha dicho que mucha gente no parece tener necesidad de nosotros, pero los enfermos y los que sufren sí. Y se debería entender desde el inicio que nunca estaré sólo en la vida. La fe me redime de la soledad. Siempre me llevará la comunidad, pero al mismo tiempo yo también debo ser portador de la comunidad y enseñar desde el inicio también la responsabilidad con respecto a los enfermos, a los abandonados, a los que sufren; así se compensa el don que yo hago. Por tanto, es necesario despertar en el hombre, que lleva en su interior esta disponibilidad al amor y a la entrega, este gran don, dando así la garantía de que también yo tendré hermanos y hermanas que me sostengan en estas situaciones de dificultad, en las que necesito de una comunidad que no me abandone.

La importancia de la vida religiosa

Con respecto a la importancia de la vida religiosa, sabemos que la vida monástica y contemplativa atrae frente al estrés de este mundo, presentándose como un oasis en el que se puede vivir realmente. También aquí se trata de una visión romántica:  por eso, es necesario el discernimiento de las vocaciones. Sin embargo, la situación histórica confiere cierta atracción hacia la vida contemplativa, pero no tanto a la vida religiosa activa.

Esto sucede especialmente en la rama masculina, donde hay religiosos, también sacerdotes, que realizan un apostolado importante en la educación, con los enfermos, etc. Por desgracia, se ve menos cuando se trata de vocaciones femeninas, donde la profesionalidad parece hacer superflua la vocación religiosa. Hay enfermeras diplomadas, hay maestras de escuela diplomadas; por tanto, ya no aparece como una vocación religiosa, y será difícil reanudar esa actividad si se interrumpe la cadena de las vocaciones.

Con todo, cada vez se ve más claro que la profesionalidad no basta para ser buenas enfermeras. Es necesario el corazón. Es necesario el amor a la persona que sufre. Esto tiene una profunda dimensión religiosa. Así sucede también en la enseñanza. Ahora existen nuevas formas, como los institutos seculares, cuyas comunidades demuestran con su vida que hay un estilo de vida bueno para la persona, pero sobre todo necesario para la comunidad, para la fe, y para la comunidad humana. Por tanto, yo creo que, aun cambiando las formas –gran parte de nuestras comunidades femeninas activas fueron fundadas en el siglo XVIII para afrontar el preciso desafío social de ese período y hoy los desafíos son un poco diversos–, la Iglesia hace comprender que servir a los que sufren y defender la vida son vocaciones con una profunda dimensión religiosa, y que son formas para vivir esas vocaciones. Surgen nuevos modos, y se puede esperar que también hoy el Señor concederá las vocaciones necesarias para la vida de la Iglesia y del mundo.

A la intervención del capellán de una cárcel cercana, donde se hallan 260 reclusos de más de treinta nacionalidades, el Papa Benedicto XVI respondió así: 

Gracias por sus palabras, muy importantes y también muy conmovedoras. Poco antes de mi partida, pude hablar con el cardenal Martino, presidente del Consejo pontificio Justicia y paz, que está elaborando un documento sobre el problema de nuestros hermanos y hermanas reclusos, los cuales sufren, a veces se sienten poco respetados en sus derechos humanos, se sienten incluso despreciados y viven en una situación en la que realmente hace falta la presencia de Cristo. Y Jesús, en el capítulo 25 del evangelio de san Mateo, anticipando el Juicio final, habla explícitamente de esta situación:  "Estuve en la cárcel y no me visitasteis"; "estuve en la cárcel y me visitasteis".

Por eso, le doy las gracias por haber hablado de estas amenazas contra la dignidad humana en esas circunstancias, para aprender que, como sacerdotes, también debemos ser hermanos de estos "pequeños"; asimismo, es muy importante ver en ellos al Señor que nos espera. Tengo la intención de decir, juntamente con el cardenal Martino, unas palabras también públicas sobre estas situaciones particulares, que son un mandato para la Iglesia, para la fe, para su amor. Por último, le doy las gracias por haber dicho que lo importante no es tanto lo que hacemos, cuanto lo que somos en nuestro ministerio sacerdotal. Sin duda, debemos hacer muchas cosas y no caer en la pereza, pero todo nuestro compromiso sólo dará fruto si es expresión de lo que somos, si en nuestra actividad mostramos estar profundamente unidos a Cristo, si somos instrumentos de Cristo, bocas por las que habla Cristo, manos con las que actúa Cristo. El ser convence y el obrar sólo convence si es realmente fruto y expresión del ser.

La Comunión a los fieles divorciados que se han vuelto a casar

Todos sabemos que este es un problema particularmente doloroso para las personas que viven en situaciones en las que se ven excluidos de la Comunión eucarística y, naturalmente, para los sacerdotes que quieren ayudar a esas personas a amar a la Iglesia, a amar a Cristo. Esto plantea un problema.

Ninguno de nosotros tiene una receta hecha, entre otras razones porque las situaciones son siempre diversas. Yo diría que es particularmente dolorosa la situación de los que se casaron por la Iglesia, pero no eran realmente creyentes y lo hicieron por tradición, y luego, hallándose en un nuevo matrimonio inválido se convierten, encuentran la fe y se sienten excluidos del Sacramento. Realmente se trata de un gran sufrimiento. Cuando era prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, invité a diversas Conferencias episcopales y a varios especialistas a estudiar este problema:  un sacramento celebrado sin fe. No me atrevo a decir si realmente se puede encontrar aquí un momento de invalidez, porque al sacramento le faltaba una dimensión fundamental. Yo personalmente lo pensaba, pero los debates que tuvimos me hicieron comprender que el problema es muy difícil y que se debe profundizar aún más. Dada la situación de sufrimiento de esas personas, hace falta profundizarlo.

No me atrevo a dar ahora una respuesta. En cualquier caso, me parecen muy importantes dos aspectos. El primero:  aunque no pueden acudir a la Comunión sacramental, no están excluidos del amor de la Iglesia y del amor de Cristo. Ciertamente, una Eucaristía sin la Comunión sacramental inmediata no es completa, le falta algo esencial. Sin embargo, también es verdad que participar en la Eucaristía sin Comunión eucarística no es igual a nada; siempre implica verse involucrados en el misterio de la cruz y de la resurrección de Cristo. Siempre implica participar en el gran Sacramento, en su dimensión espiritual y pneumática; también en su dimensión eclesial, aunque no sea estrictamente sacramental.

Y, dado que es el Sacramento de la pasión de Cristo, el Cristo sufriente abraza de un modo particular a estas personas y se comunica con ellas de otro modo; por tanto, pueden sentirse abrazadas por el Señor crucificado que cae en tierra y muere, y sufre por ellas, con ellas. Así pues, es necesario hacer comprender que, aunque por desgracia falta una dimensión fundamental, no están excluidos del gran misterio de la Eucaristía, del amor de Cristo aquí presente. Esto me parece importante, como es importante que el párroco y las comunidades parroquiales ayuden a estas personas a comprender que, por una parte, debemos respetar la indivisibilidad del Sacramento y, por otra, que amamos a estas personas que sufren también por nosotros. Asimismo debemos sufrir con ellas, porque dan un testimonio importante; ya sabemos que cuando se cede por amor, se comete una injusticia contra el Sacramento mismo y la indisolubilidad aparece siempre menos verdadera.

Conocemos el problema no sólo de las comunidades protestantes, sino también de las Iglesias ortodoxas, que a menudo se presentan como modelo, en las que existe la posibilidad de volverse a casar. Pero sólo el primer matrimonio es sacramental:  también ellas reconocen que los demás no son sacramento; son matrimonios de forma reducida, redimensionada, en una situación penitencial; en cierto sentido, pueden ir a la Comunión, pero sabiendo que esto se les concede "in economia" –como dicen– por una misericordia que, sin embargo, no quita el hecho de que su matrimonio no es un sacramento. El otro punto en las Iglesias orientales es que para estos matrimonios han concedido la posibilidad de divorcio con gran ligereza y que, por tanto, queda gravemente herido el principio de la indisolubilidad, verdadera sacramentalidad del matrimonio.

Así pues, por una parte está el bien de la comunidad y el bien del Sacramento, que debemos respetar; y, por otra, el sufrimiento de las personas, a las que debemos ayudar.

El segundo punto que debemos enseñar y hacer creíble también para nuestra vida es que el sufrimiento, en sus diversas formas, es necesariamente parte de nuestra vida. Yo diría que se trata de un sufrimiento noble. De nuevo, es preciso hacer comprender que el placer no lo es todo; que el cristianismo nos da alegría, como el amor da alegría. Sin embargo, el amor también siempre es renuncia a sí mismo. El Señor mismo nos dio la fórmula de lo que es amor:  el que se pierde a sí mismo, se encuentra; el que se gana y conserva a sí mismo, se pierde.

Siempre es un éxodo y, por tanto, un sufrimiento. La auténtica alegría es algo diferente del placer; la alegría crece, madura siempre en el sufrimiento, en comunión con la cruz de Cristo. Sólo aquí brota la verdadera alegría de la fe, de la que incluso ellos no están excluidos si aprenden a aceptar su sufrimiento en comunión con el de Cristo.

Administración del bautismo en situaciones particulares

La primera pregunta es muy difícil, y ya trabajé en este tema cuando era arzobispo de Munich, porque tuvimos casos como estos.

Ante todo, es necesario analizar caso por caso:  si el obstáculo contra el bautismo es tal que no se podría dar sin despilfarro del sacramento, o si la situación permite decir, aunque sea en un contexto de problemas:  este hombre se ha convertido realmente, tiene toda la fe, quiere vivir la fe de la Iglesia, quiere ser bautizado. Yo creo que dar ahora una fórmula general no respondería a las diversas situaciones reales. Naturalmente, tratemos de hacer todo lo posible para dar el bautismo a una persona que lo solicita con plena fe, pero digamos que los detalles se deben estudiar caso por caso.

Si una persona da muestras de haberse convertido realmente y quiere recibir el bautismo, dejarse incorporar en la comunión de Cristo y de la Iglesia, el deseo de la Iglesia debe ser secundarla. La Iglesia debe estar abierta, si no hay obstáculos que realmente hagan contradictorio el bautismo. Por tanto, hay que buscar la posibilidad y, si la persona está realmente convencida, si cree con todo su corazón, no estamos en el relativismo.

Actualización de la catequesis

Segundo punto:  todos sabemos que, en la situación cultural e intelectual de la que hablamos al inicio, la catequesis resulta mucho más difícil. Por una parte, necesita nuevos contextos para que pueda entenderse; necesita ser contextualizada para que se pueda ver que esto es verdad y que concierne al hoy y al mañana; y, por otra, ya se ha hecho una contextualización necesaria en los Catecismos de las diversas Conferencias episcopales.

Ahora bien, por otra parte, hacen falta respuestas claras para que se pueda ver que esta es la fe y las otras son contextualizaciones, un simple modo de ayudar a comprender. Así ha nacido un nuevo "conflicto" dentro del mundo catequístico, entre catecismo en sentido clásico y los nuevos instrumentos de catequesis. Por un lado –ahora hablo sólo de la experiencia alemana–, es verdad que muchos de estos libros no han llegado hasta la meta:  siempre han preparado el terreno, pero estaban tan dedicados a preparar el terreno para el camino por el que avanza la persona, que al final no han llegado a la respuesta que se debía dar. Por otro, los catecismos clásicos resultaban tan cerrados en sí mismos, que la respuesta verdadera ya no tocaba la mente del catecúmeno de hoy.

Por fin, hemos llevado a cabo este compromiso pluridimensional:  hemos elaborado el Catecismo de la Iglesia católica, que, por una parte, da las necesarias contextualizaciones culturales, pero también da respuestas precisas. Lo hemos escrito conscientes de que desde ese Catecismo hasta la catequesis concreta hay un trecho no fácil de recorrer. Pero también hemos comprendido que las situaciones, tanto lingüísticas como culturales y sociales, son tan diversas en los diferentes países e incluso, dentro de los mismos países, en los diferentes estratos sociales, que allí corresponde al obispo o a la Conferencia episcopal, y al catequista mismo, recorrer ese último trecho y, por eso, nuestra posición fue:  este es el punto de referencia para todos; aquí se ve lo que cree la Iglesia.

Luego, las Conferencias episcopales deben crear los instrumentos para aplicarlo a la situación cultural y deben recorrer el trecho que aún falta. Y, por último, el catequista mismo debe dar los últimos pasos; tal vez también para estos últimos pasos se ofrecen instrumentos adecuados.

Después de algunos años, celebramos una reunión, en la que catequistas de todo el mundo nos dijeron que el Catecismo estaba muy bien, que era un libro necesario, que ayuda brindando la belleza, la organicidad y la integridad de la fe, pero que les hacía falta una síntesis. El Santo Padre Juan Pablo II acogió el deseo manifestado en esa reunión y creó una comisión que elaborara ese Compendio, es decir, una síntesis del Catecismo grande, al que se refiere, recogiendo lo esencial.

Al inicio, en la redacción del Compendio queríamos ser aún más breves, pero al final comprendimos que para decir realmente, en nuestro tiempo, lo esencial, el material que necesitaba cada catequista era lo que habíamos dicho. También añadimos oraciones. Y creo que es un libro realmente muy útil; en él se recoge la "suma" de todo lo que se contiene en el gran Catecismo y, en este sentido, me parece que puede corresponder hoy al Catecismo de san Pío X.

Los obispos individualmente y las Conferencias episcopales tienen siempre el deber de ayudar a los sacerdotes y a todos los catequistas en el trabajo con este libro, y de servir de puente a un grupo determinado, porque el modo de hablar, de pensar y de entender es muy diferente en Italia, en Francia, en Alemania, en África...; incluso dentro de un mismo país es recibido de modo muy diverso. Por tanto, el Catecismo de la Iglesia católica y el Compendio, con lo esencial del Catecismo, siguen siendo instrumentos para la Iglesia universal.

Además, también necesitamos siempre la colaboración de los obispos, los cuales, en contacto con los sacerdotes y los catequistas, ayudan a encontrar todos los instrumentos necesarios para poder trabajar bien en esta siembra de la Palabra.

Al final, el Santo Padre dijo a los presentes: 

Quisiera daros las gracias por vuestras preguntas, que me ayudan a reflexionar acerca del futuro, y sobre todo por esta experiencia de comunión con un gran presbiterio de una hermosísima diócesis. Gracias.