DISCURSO

DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

a los miembros de las academias pontificias

Domingo 5 de noviembre de 2005

Señor cardenal;

venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;

queridos hermanos y hermanas:

Me alegra enviaros un saludo especial a todos vosotros, que participáis en la décima sesión pública de las Academias pontificias, momento importante del camino anual de trabajo de cada Academia pontificia, y meta significativa del recorrido realizado juntos. En efecto, el Consejo de coordinación entre Academias pontificias fue instituido hace exactamente diez años por el siervo de Dios Juan Pablo II, con el fin de dar nuevo impulso a la vida y a las actividades de las mismas Academias.

Dirijo un afectuoso saludo al señor cardenal Paul Poupard, presidente del Consejo de coordinación entre Academias pontificias, y le agradezco el empeño con que ha llevado a cabo su tarea, siguiendo primero la reforma de las Academias y, después, su desarrollo según una finalidad precisa:  ofrecer a la Iglesia, así como al mundo de la cultura y de las artes, un proyecto renovado de auténtico humanismo cristiano, válido y significativo para los hombres y las mujeres del tercer milenio. Saludo, asimismo, a los cardenales, a los hermanos en el episcopado, a los embajadores, a los sacerdotes, a los responsables y a los representantes de las Academias pontificias que han intervenido en esa sesión pública.

Esta solemne asamblea, en la que son protagonistas la Academia pontificia de Santo Tomás de Aquino y la Academia pontificia de teología, se desarrolla en torno a una temática -"Cristo, Hijo de Dios, hombre perfecto, "medida del verdadero humanismo""- que aprecio particularmente, dada su centralidad y esencialidad tanto en la reflexión teológica como en la experiencia de fe de todo cristiano. La cultura actual, profundamente marcada por un subjetivismo que desemboca muchas veces en el individualismo extremo o en el relativismo, impulsa a los hombres a convertirse en única medida de sí mismos, perdiendo de vista otros objetivos que no estén centrados en su propio yo, transformado en único criterio de valoración de la realidad y de sus propias opciones.

De este modo, el hombre tiende a replegarse cada vez más en sí mismo, a encerrarse en un microcosmos existencial asfixiante, en el que ya no tienen cabida los grandes ideales, abiertos a la trascendencia, a Dios. En cambio, el hombre que se supera a sí mismo y no se deja encerrar en los estrechos límites de su propio egoísmo, es capaz de una mirada auténtica hacia los demás y hacia la creación. Así, toma conciencia de su característica esencial de criatura en continuo devenir, llamada a un crecimiento armonioso en todas sus dimensiones, comenzando precisamente por la interioridad, para llegar a la realización plena del proyecto que el Creador ha grabado en su ser más profundo.

Algunas tendencias o corrientes culturales pretenden dejar a los hombres en un estado de minoridad, de infancia o de adolescencia prolongada. Al contrario, la palabra de Dios nos estimula decididamente a la madurez y nos invita a comprometernos con todas nuestras fuerzas en un alto grado de humanidad. San Pablo, escribiendo a la comunidad de Éfeso, exhortaba a los cristianos a no comportarse como los paganos, "según la vaciedad de su mente, sumergido su pensamiento en las tinieblas y excluidos de la vida de Dios" (Ef 4, 17-18). Al contrario, los verdaderos discípulos del Señor, lejos de permanecer en el estado de niños zarandeados por cualquier viento de doctrina (cf. Ef 4, 14), se esfuerzan por llegar "al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo" (Ef 4, 13). Por consiguiente, Jesucristo, Hijo de Dios, donado por el Padre a la humanidad para restaurar su imagen desfigurada por el pecado, es el hombre perfecto, según el cual se mide el verdadero humanismo. Con él debe confrontarse todo hombre; hacia él, con la ayuda de la gracia, debe tender con todo su corazón, con toda su mente y con  todas  sus fuerzas, para realizar plenamente su existencia, para responder  con  alegría  y entusiasmo a la altísima vocación inscrita en su corazón (cf. Gaudium et spes, 22).

Por eso, me dirijo particularmente a vosotros, queridos e ilustres académicos, para exhortaros a promover con entusiasmo y pasión, cada uno en su campo propio de estudio e investigación, la edificación de este nuevo humanismo. Tenéis la tarea de volver a proponer, con vuestra competencia, la belleza, la bondad y la verdad del rostro de Cristo, en quien todo hombre está llamado a reconocer sus rasgos más auténticos y originales, el modelo que hay que imitar cada vez mejor. Así pues, vuestra ardua tarea, vuestra alta misión consiste en indicar a Cristo al hombre de hoy, presentándolo como la verdadera medida de la madurez y de la plenitud humana.

Queridos amigos, siguiendo la tradición inaugurada por mi venerado predecesor, me alegra confirmar el premio de las Academias pontificias, instituido hace diez años para estimular el compromiso de jóvenes estudiosos, artistas e instituciones, que dedican su actividad a la promoción de los valores cristianos. Por eso, acogiendo la propuesta formulada por el Consejo de coordinación, me complace conceder el premio de las Academias pontificias al doctor Giovanni Catapano, de Pordenone, por su obra "El concepto de filosofía en los primeros escritos de Agustín. Análisis de los pasajes metafilosóficos desde el Contra Academicos al De vera religione", en la que se investiga agudamente la concepción filosófica del "primer" Agustín en sus aspectos más originales.

Además, por sugerencia del mismo Consejo de coordinación, como signo de aprecio y aliento, deseo entregar una medalla del pontificado a otros dos estudiosos:  al doctor Massimiliano Marianelli, de Lama (Perusa), por su obra "La metáfora recuperada. Mitos y símbolos en la filosofía de Simone Weil", y al profesor reverendo Santiago Sanz Sánchez, originario de Talavera de la Reina (Toledo), por su disertación titulada "La relación "creación y alianza" en la teología contemporánea:  status quaestionis y reflexiones filosófico-teológicas".

Por último, quisiera manifestar a todos los académicos, y especialmente a los miembros de la Academia pontificia de Santo Tomás de Aquino y de la Academia pontificia de teología, mi profundo aprecio por la actividad desarrollada, y expresar el deseo de un renovado y generoso compromiso en el campo teológico y filosófico.

Con estos sentimientos, a la vez que os encomiendo a cada uno de vosotros, así como vuestra valiosa obra de estudio e investigación creativa, a la protección materna de la Virgen María, Madre de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, imparto a todos de corazón una especial bendición apostólica.

Vaticano, 5 de noviembre de 2005