DISCURSO
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A los participantes en un Congreso Internacional
organizado por el Consejo Pontificio "Cor Unum"
Lunes 23 de enero de 2006
Eminencias; excelencias;
señores y señoras:
La excursión cósmica, en la que Dante en su Divina Comedia quiere implicar al lector, termina ante la Luz perenne que es Dios mismo, ante la Luz que es a la vez "el amor que mueve el sol y las demás estrellas" (Paraíso, XXXIII, v. 145). Luz y amor son una sola cosa. Son la fuerza creadora primordial que mueve el universo. Aunque estas palabras del Paraíso de Dante reflejan el pensamiento de Aristóteles, que veía en el eros la fuerza que mueve el mundo, la mirada de Dante vislumbra algo totalmente nuevo e inimaginable para el filósofo griego. No sólo que la Luz eterna se presenta en tres círculos a los que él se dirige con los densos versos que conocemos: "Oh Luz eterna, que en ti solamente resides, que sola te comprendes, y que siendo por ti a la vez inteligente y entendida, te amas y te complaces en ti misma" (Paraíso, XXXIII, vv. 124-126).
En realidad, más conmovedora aún que esta revelación de Dios como círculo trinitario de conocimiento y amor es la percepción de un rostro humano, el rostro de Jesucristo, que se le presenta a Dante en el círculo central de la Luz. Dios, Luz infinita, cuyo misterio inconmensurable el filósofo griego había intuido, este Dios tiene un rostro humano y —podemos añadir— un corazón humano. Esta visión de Dante muestra, por una parte, la continuidad entre la fe cristiana en Dios y la búsqueda realizada por la razón y por el mundo de las religiones; pero, al mismo tiempo, destaca también la novedad que supera toda búsqueda humana, la novedad que sólo Dios mismo podía revelarnos: la novedad de un amor que ha impulsado a Dios a asumir un rostro humano, más aún, a asumir carne y sangre, el ser humano entero. El eros de Dios no es sólo una fuerza cósmica primordial; es amor, que ha creado al hombre y se inclina hacia él, como se inclinó el buen samaritano hacia el hombre herido y despojado, tendido al borde del camino que bajaba de Jerusalén a Jericó.
La palabra "amor" hoy está tan devaluada, tan gastada, y se ha abusado tanto de ella, que casi se quiere evitar nombrarla. Sin embargo, es una palabra primordial, expresión de la realidad primordial; no podemos simplemente abandonarla; debemos retomarla, purificarla y devolverle su esplendor originario, para que pueda iluminar nuestra vida y guiarla por el camino recto. Esta es la convicción que me ha impulsado a escoger el amor como tema de mi primera encíclica.
Mi intención era expresar, para nuestro tiempo y para nuestra existencia, algo de lo que Dante, en su visión, sintetizó de modo audaz. Narra una "visión" que se "reforzaba" mientras él la contemplaba y que lo transformaba interiormente (cf. Paraíso, XXXIII, vv. 112-114). Se trata precisamente de que la fe se convierta en una visión-comprensión que nos transforme. Yo deseaba destacar la centralidad de la fe en Dios, en el Dios que asumió un rostro humano y un corazón humano. La fe no es una teoría que se puede seguir o abandonar. Es algo muy concreto: es el criterio que decide nuestro estilo de vida.
En una época en la que la hostilidad y la avidez son sumamente fuertes; en una época en la que asistimos al abuso de la religión hasta la apoteosis del odio, la sola racionalidad neutra no es capaz de protegernos. Necesitamos al Dios vivo, que nos ha amado hasta la muerte.
Así, en esta encíclica, los temas "Dios", "Cristo" y "Amor" se funden como guía central de la fe cristiana. Quería mostrar la humanidad de la fe, de la que forma parte el eros, el "sí" del hombre a su corporeidad creada por Dios, un "sí" que en el matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer encuentra su forma enraizada en la creación. Y allí sucede también que el eros se transforma en agapé, que el amor al otro ya no se busca a sí mismo, sino que se transforma en preocupación por el otro, en disposición al sacrificio por él y también en apertura al don de una nueva vida humana. El agapé cristiano, el amor al prójimo en el seguimiento de Cristo no es algo extraño, puesto al lado del eros o incluso contra él; más bien, en el sacrificio de sí mismo que Cristo realizó por el hombre ha encontrado una nueva dimensión que, en la historia del servicio de caridad de los cristianos a los pobres y a los que sufren, se ha desarrollado cada vez más.
Una primera lectura de la encíclica, quizá, podría dar la impresión de que se divide en dos partes poco vinculadas entre sí: una primera parte teórica, que habla de la esencia del amor; y una segunda, que trata de la caridad eclesial, de las organizaciones caritativas. Pero a mí me interesaba precisamente la unidad de los dos temas que, sólo se comprenden bien si se ven como una unidad. Primeramente, era preciso tratar de la esencia del amor como se nos presenta a la luz del testimonio bíblico. Partiendo de la imagen cristiana de Dios, era necesario mostrar cómo el hombre ha sido creado para amar y cómo este amor, que inicialmente aparece sobre todo como eros entre un hombre y una mujer, debe transformarse luego interiormente en agapé, en don de sí al otro, y esto precisamente para responder a la verdadera naturaleza del eros.
Sobre esta base, después se debía aclarar que la esencia del amor a Dios y al prójimo descrito en la Biblia es el centro de la existencia cristiana, es el fruto de la fe. Pero, sucesivamente, en una segunda parte era necesario poner de relieve que el acto totalmente personal del agapé no puede ser nunca algo solamente individual, sino que debe ser también un acto esencial de la Iglesia como comunidad: es decir, requiere también la forma institucional, que se expresa en el actuar comunitario de la Iglesia. La organización eclesial de la caridad no es una forma de asistencia social que se añade casualmente a la realidad de la Iglesia, una iniciativa que se podría dejar también a otros; forma parte de la naturaleza de la Iglesia.
Del mismo modo que al Logos divino corresponde el anuncio humano, la palabra de fe, así al Agapé, que es Dios, debe corresponder el agapé de la Iglesia, su actividad caritativa. Esta actividad, además de su primer significado, muy concreto, de ayuda al prójimo, posee esencialmente también el de comunicar a los demás el amor de Dios, que nosotros mismos hemos recibido. Debe hacer visible, de algún modo, al Dios vivo. Dios y Cristo no deben ser palabras extrañas en la organización caritativa; en realidad, indican la fuente originaria de la caridad eclesial. La fuerza de la Caritas depende de la fuerza de la fe de todos los miembros y colaboradores.
El espectáculo del hombre que sufre toca nuestro corazón. Pero el compromiso caritativo tiene un sentido que va mucho más allá de la simple filantropía. Es Dios mismo quien nos impulsa, en lo más íntimo de nuestro ser, a aliviar la miseria. Así, en definitiva, es a él mismo a quien llevamos al mundo que sufre. Cuanto más consciente y claramente lo llevemos como don, tanto más eficazmente nuestro amor transformará el mundo y suscitará la esperanza, una esperanza que va más allá de la muerte, y sólo así es verdadera esperanza para el hombre. Invoco la bendición del Señor sobre vuestro simposio.