Conferencia Episcopal de Canadá
11 de mayo de 2006
Señores cardenales; queridos hermanos en el episcopado:
Me alegra acogeros a vosotros, pastores de la Iglesia en la región eclesiástica de Quebec, que habéis venido a realizar vuestra visita ad limina y a compartir vuestras preocupaciones y vuestras esperanzas con el Sucesor de Pedro y sus colaboradores. Nuestro encuentro es una manifestación de la comunión profunda que une a cada una de vuestras diócesis con la Sede de Pedro.
Agradezco a monseñor Gilles Cazabon, presidente de la Asamblea de obispos católicos de Quebec, la presentación del contexto, a veces difícil, en el que lleváis a cabo vuestro ministerio pastoral. A través de vosotros quisiera saludar afectuosamente también a los sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas y laicos de vuestras diócesis, apreciando la participación de numerosas personas en la vida de la Iglesia. Que Dios bendiga los generosos esfuerzos realizados para que la buena nueva del Señor resucitado se anuncie a todos.
Con los otros tres grupos de obispos de vuestro país tendré ocasión de proseguir mi reflexión sobre temas significativos para la misión de la Iglesia en la sociedad canadiense, caracterizada por el pluralismo, el subjetivismo y un secularismo creciente.
En el año 2008, cuando Quebec celebre el IV centenario de su fundación, en vuestra región tendrá lugar el Congreso eucarístico internacional. Por tanto, quisiera ante todo invitar a vuestras diócesis a una renovación del sentido y de la práctica de la Eucaristía, a través de un redescubrimiento del lugar esencial que debe tener en la vida de la Iglesia "la Eucaristía, don de Dios para la vida del mundo". En efecto, en vuestras relaciones quinquenales habéis señalado la notable disminución de la práctica religiosa durante los últimos años, constatando en especial que son pocos los jóvenes que participan en las asambleas eucarísticas. Los fieles deben convencerse del carácter vital de la participación regular en la asamblea dominical, para que su fe pueda crecer y expresarse de modo coherente.
En efecto, la Eucaristía, fuente y cumbre de la vida cristiana, nos une y nos configura con el Hijo de Dios. También construye la Iglesia, la consolida en su unidad de Cuerpo de Cristo; ninguna comunidad cristiana puede edificarse si no tiene su raíz y su centro en la celebración eucarística. A pesar de las dificultades cada vez mayores que afrontáis, como pastores tenéis el deber de ofrecer a todos la posibilidad efectiva de cumplir el precepto dominical y de invitarlos a participar. Los fieles, congregados en la Iglesia para celebrar la Pascua del Señor, reciben en este sacramento luz y fuerza para vivir plenamente su vocación bautismal. Además, el sentido del sacramento no se agota en el momento de la celebración. "Al recibir el Pan de vida, los discípulos de Cristo se disponen a afrontar, con la fuerza del Resucitado y de su Espíritu, los cometidos que les esperan en su vida ordinaria" (Dies Domini, 45). Después de vivir y proclamar la presencia del Resucitado, los fieles se esforzarán por ser evangelizadores y testigos en su vida diaria.
Sin embargo, la disminución del número de sacerdotes, que hace a veces imposible la celebración de la misa dominical en ciertos lugares, pone en peligro de manera preocupante el lugar de la sacramentalidad en la vida de la Iglesia. Las necesidades de la organización pastoral no deben poner en peligro la autenticidad de la eclesiología que se expresa en ella. No se debe restar importancia al papel central del sacerdote, que in persona Christi capitis enseña, santifica y gobierna a la comunidad. El sacerdocio ministerial es indispensable para la existencia de una comunidad eclesial. La importancia del papel de los laicos, a quienes agradezco su generosidad al servicio de las comunidades cristianas, no debe ocultar nunca el ministerio absolutamente irreemplazable de los sacerdotes para la vida de la Iglesia. Por tanto, el ministerio del sacerdote no puede encomendarse a otras personas sin perjudicar de hecho la autenticidad del ser mismo de la Iglesia. Además, ¿cómo podrían los jóvenes sentir el deseo de llegar a ser sacerdotes si el papel del ministerio ordenado no está claramente definido y reconocido?
Con todo, es necesario considerar como un signo real de esperanza el anhelo de renovación que sienten los fieles. La Jornada mundial de la juventud de Toronto tuvo un impacto positivo en numerosos jóvenes canadienses. La celebración del Año de la Eucaristía ha permitido un despertar espiritual, sobre todo mediante la práctica de la adoración eucarística. El culto que se rinde a la Eucaristía fuera de la misa, estrechamente unido a la celebración, es también de gran valor para la vida de la Iglesia, pues tiende a la comunión sacramental y espiritual.
Como escribió el Papa Juan Pablo II, "si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el "arte de la oración", ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el santísimo Sacramento?" (Ecclesia de Eucharistia, 25). Esta experiencia puede proporcionar fuerza, consuelo y apoyo.
La vida de oración y de contemplación, fundada en el misterio eucarístico, se encuentra también en el corazón de la vocación de las personas consagradas, que han elegido el camino de la sequela Christi para entregarse al Señor con un corazón indiviso, en una relación cada vez más íntima con él. Con su entrega incondicional a la persona de Cristo y a su Iglesia, tienen la misión particular de recordar a todos la vocación universal a la santidad.
Queridos hermanos en el episcopado, la Iglesia está agradecida a los Institutos de vida consagrada de vuestro país por el compromiso apostólico y espiritual de sus miembros. Este compromiso se expresa de muchas maneras, en especial a través de la vida contemplativa, que eleva a Dios una incesante oración de alabanza y de intercesión, o también mediante el servicio generoso de la actividad catequística y caritativa de vuestras diócesis, y mediante la cercanía a las personas más necesitadas de la sociedad, manifestando así la bondad del Señor hacia los pequeños y los pobres.
En este compromiso diario madura la búsqueda de la santidad que las personas consagradas quieren vivir, sobre todo a través de un estilo de vida diferente del que presenta el mundo y de la cultura del entorno. Sin embargo, a través de estos compromisos, es fundamental que, con una vida espiritual intensa, las personas consagradas proclamen que Dios solo basta para dar plenitud a la existencia humana.
Por tanto, para ayudar a las personas consagradas a vivir su vocación específica con auténtica fidelidad a la Iglesia y a su magisterio, os invito a prestar una atención particular a la consolidación de relaciones confiadas con ellas y con sus institutos. La vida consagrada es un don de Dios en beneficio de toda la Iglesia y al servicio de la vida del mundo. Es, pues, necesario que se desarrolle en una sólida comunión eclesial.
Los desafíos que se plantean a la vida consagrada sólo pueden afrontarse manifestando una unidad profunda entre sus miembros y con la totalidad de la Iglesia y de sus pastores. Por consiguiente, invito a las personas consagradas, hombres y mujeres, a aumentar su sentido eclesial y su deseo de trabajar en una relación cada vez más estrecha con los pastores, acogiendo y difundiendo la doctrina de la Iglesia en su integridad y totalidad.
La comunión eclesial, que se funda en la persona misma de Jesucristo, exige también fidelidad a la doctrina de la Iglesia, sobre todo mediante una correcta interpretación del concilio Vaticano II, a saber –como ya dije en otra ocasión–, mediante una ""hermenéutica de la reforma", de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado" (Discurso a la Curia romana, 22.XII.05: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de diciembre de 2005, p. 10). En efecto, si leemos y acogemos así el Concilio, "puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia" (ib.).
La renovación de las vocaciones sacerdotales y religiosas debe ser también una preocupación constante de la Iglesia en vuestro país. Una verdadera pastoral vocacional encontrará su fuerza en la existencia de hombres y mujeres movidos por un amor apasionado a Dios y a sus hermanos, con fidelidad a Cristo y a la Iglesia.
No hay que olvidar el lugar esencial de una oración confiada, para crear una nueva sensibilidad en el pueblo cristiano, que permita a los jóvenes responder a las llamadas del Señor. Para vosotros y para toda la comunidad cristiana es un deber primordial transmitir sin temor la llamada del Señor, suscitar vocaciones y acompañar a los jóvenes en el itinerario del discernimiento y del compromiso, con la alegría de entregarse en el celibato.
Con este espíritu, tenéis que estar atentos a la catequesis impartida a los niños y a los jóvenes, para permitirles conocer de verdad el misterio cristiano y acceder a Cristo. A este respecto, por tanto, invito a toda la comunidad católica de Quebec a prestar una atención renovada a su adhesión a la verdad de la enseñanza de la Iglesia por lo que concierne a la teología y a la moral, dos aspectos inseparables del ser cristiano en el mundo. Los fieles no pueden adherirse, sin perder su propia identidad, a las ideologías que se difunden hoy en la sociedad.
Queridos hermanos en el episcopado, al final de nuestro encuentro deseo animaros vivamente en vuestro ministerio al servicio de la Iglesia en Canadá. Que Cristo resucitado os dé alegría y paz para guiar a los fieles por los caminos de la esperanza, a fin de que sean auténticos testigos del Evangelio en la sociedad canadiense. A todos imparto de todo corazón la bendición apostólica.