DISCURSO
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
a los participantes en la
asamblea eclesial de la Diócesis de Roma
Lunes, 5 de junio de 2006
Queridos hermanos y hermanas:
Me alegra estar de nuevo con vosotros para introducir con una reflexión mía esta Asamblea diocesana, dedicada a un tema de gran belleza y de suma importancia pastoral: la alegría que proviene de la fe y su relación con la educación de las nuevas generaciones. Así reanudamos y desarrollamos ulteriormente, desde una perspectiva que atañe más directamente a los jóvenes, el discurso iniciado hace un año, con ocasión de la anterior Asamblea diocesana, en la que nos ocupamos del papel de la familia y de la comunidad cristiana en la formación de la persona y en la transmisión de la fe.
Os saludo con afecto a cada uno de vosotros, obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas, laicos, comprometidos a testimoniar nuestra fe. En particular, os saludo a vosotros, jóvenes, que además de seguir vuestro itinerario formativo personal queréis asumir una responsabilidad eclesial y misionera con respecto a otros muchachos y jóvenes. Agradezco de corazón al cardenal vicario las palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros.
Con esta Asamblea, y con el año pastoral que se inspirará en sus contenidos, la diócesis de Roma prosigue el itinerario de larga duración que comenzó hace diez años con la Misión ciudadana impulsada por mi amado predecesor Juan Pablo II. En efecto, la finalidad es siempre la misma: reavivar la fe en nuestras comunidades y tratar de despertarla, o suscitarla, en todas las personas y familias de esta gran ciudad, donde la fe fue predicada y la Iglesia fue implantada ya por la primera generación cristiana y, en particular por los Apóstoles san Pedro y san Pablo.
En los últimos tres años vuestra atención se ha centrado sobre todo en la familia, para consolidar con la verdad del Evangelio esta realidad humana fundamental, hoy por desgracia fuertemente amenazada y atacada, para ayudarle a cumplir su insustituible misión en la Iglesia y en la sociedad.
Al poner ahora en primer lugar la educación en la fe de las nuevas generaciones, ciertamente no abandonamos el compromiso en favor de la familia, a la que pertenece la principal responsabilidad educativa. Más bien, tratamos de afrontar una preocupación generalizada en muchas familias creyentes, que en el actual marco social y cultural temen no lograr transmitir la valiosa herencia de la fe a sus hijos.
En realidad, descubrir la belleza y la alegría de la fe es un camino que cada nueva generación debe recorrer por sí misma, porque en la fe está en juego todo lo que tenemos de más nuestro y de más íntimo, nuestro corazón, nuestra inteligencia, nuestra libertad, en una relación profundamente personal con el Señor, que actúa en nuestro interior. Pero la fe es también radicalmente acto y actitud comunitaria; es el "creemos" de la Iglesia.
Así pues, la alegría de la fe es una alegría que se ha de compartir: como afirma el apóstol san Juan, "lo que hemos visto y oído (el Verbo de la vida), os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. (...) Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo" (1Jn 1, 3-4). Por eso, educar a las nuevas generaciones en la fe es una tarea grande y fundamental que atañe a toda la comunidad cristiana.
Queridos hermanos y hermanas, como habéis podido comprobar, esta tarea resulta hoy especialmente difícil por varias razones, pero precisamente por esto es aún más importante y sumamente urgente. En efecto, se pueden descubrir dos líneas de fondo de la actual cultura secularizada, claramente dependientes entre sí, que impulsan en dirección contraria al anuncio cristiano y no pueden menos de influir en los que están madurando sus orientaciones y opciones de vida.
La primera de esas líneas es el agnosticismo, que brota de la reducción de la inteligencia humana a simple razón calculadora y funcional, y que tiende a ahogar el sentido religioso inscrito en lo más íntimo de nuestra naturaleza. La segunda es el proceso de relativización y de desarraigo que destruye los vínculos más sagrados y los afectos más dignos del hombre, y como consecuencia hace frágiles a las personas, y precarias e inestables nuestras relaciones recíprocas.
Precisamente en esta situación todos, especialmente nuestros muchachos, adolescentes y jóvenes, necesitan vivir la fe como alegría, gustar la serenidad profunda que brota del encuentro con el Señor. En la encíclica Deus caritas est escribí: "Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (n. 1).
La fuente de la alegría cristiana es esta certeza de ser amados por Dios, amados personalmente por nuestro Creador, por Aquel que tiene en sus manos todo el universo y que nos ama a cada uno y a toda la gran familia humana con un amor apasionado y fiel, un amor mayor que nuestras infidelidades y pecados, un amor que perdona. Este amor "es un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo", como se manifiesta de manera definitiva en el misterio de la cruz: "Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor" (ib., 10).
Queridos hermanos y hermanas, esta certeza y esta alegría de ser amados por Dios debe hacerse de algún modo palpable y concreta para cada uno de nosotros, y sobre todo para las nuevas generaciones que están entrando en el mundo de la fe. En otras palabras: Jesús dijo que él era el "camino" que lleva al Padre, además de la "verdad" y la "vida" (cf. Jn 14, 5-7). Por consiguiente, es preciso preguntarse: ¿cómo pueden nuestros muchachos y nuestros jóvenes encontrar en él, práctica y existencialmente, este camino de salvación y de alegría? Precisamente esta es la gran misión por la que existe la Iglesia, como familia de Dios y compañía de amigos, en la que somos insertados con el bautismo ya desde muy niños y en la que debe crecer nuestra fe, así como la alegría y la certeza de ser amados por el Señor.
Así pues, es indispensable —y es la tarea encomendada a las familias cristianas, a los sacerdotes, a los catequistas, a los educadores, a los jóvenes mismos con respecto a sus coetáneos, a nuestras parroquias, asociaciones y movimientos, y, por último, a toda la comunidad diocesana— que las nuevas generaciones puedan experimentar a la Iglesia como una compañía de amigos realmente digna de confianza, cercana en todos los momentos y circunstancias de la vida, tanto en los alegres y gratificantes como en los arduos y oscuros; una compañía que no nos abandonará jamás ni siquiera en la muerte, porque lleva en sí la promesa de la eternidad. A vosotros, queridos muchachos y jóvenes de Roma, quisiera pediros que os fiéis de la Iglesia, que la améis y confiéis en ella, porque en ella está presente el Señor y porque lo único que busca es vuestro verdadero bien.
Quien se sabe amado, se siente a su vez impulsado a amar. Precisamente así el Señor, que nos ha amado primero, nos pide que también nosotros pongamos en el centro de nuestra vida el amor a él y a los hombres que él ha amado. En particular los adolescentes y los jóvenes, que sienten fuertemente en su interior el atractivo del amor, deben verse libres del prejuicio generalizado según el cual el cristianismo, con sus mandatos y prohibiciones, pone demasiados obstáculos a la alegría del amor, y en especial impide gustar plenamente la felicidad que el hombre y la mujer encuentran en su amor mutuo.
Al contrario, la fe y la ética cristiana no pretenden ahogar el amor, sino hacerlo sano, fuerte y realmente libre: precisamente este es el sentido de los diez Mandamientos, que no son una serie de "no", sino un gran "sí" al amor y a la vida. En efecto, el amor humano necesita ser purificado, madurar y también ir más allá de sí mismo, para poder llegar a ser plenamente humano, para ser principio de una alegría verdadera y duradera; por consiguiente, para responder al anhelo de eternidad que lleva en su interior y al que no puede renunciar sin traicionarse a sí mismo. Este es el motivo fundamental por el cual el amor entre el hombre y la mujer sólo se realiza plenamente en el matrimonio.
Por tanto, en toda la obra educativa, en la formación del hombre y del cristiano, no debemos dejar de lado, por miedo o por vergüenza, la gran cuestión del amor: si lo hiciéramos, presentaríamos un cristianismo desencarnado, que no puede interesar de verdad al joven que se abre a la vida. Sin embargo, también debemos introducir en la dimensión integral del amor cristiano, donde el amor a Dios y el amor al hombre están indisolublemente unidos y donde el amor al prójimo es un compromiso muy concreto. El cristiano no se contenta con palabras, y tampoco con ideologías engañosas, sino que sale al encuentro de las necesidades de sus hermanos comprometiéndose de verdad a sí mismo, sin contentarse con alguna buena acción esporádica.
Así pues, proponer a los muchachos y a los jóvenes experiencias prácticas de servicio al prójimo más necesitado forma parte de una auténtica y plena educación en la fe. Al igual que la necesidad de amar, el deseo de la verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre. Por eso, en la educación de las nuevas generaciones, ciertamente no puede evitarse la cuestión de la verdad; más aún, debe ocupar un lugar central. En efecto, al interrogarnos por la verdad ensanchamos el horizonte de nuestra racionalidad, comenzamos a liberar la razón de los límites demasiado estrechos dentro de los cuales queda confinada cuando se considera racional sólo lo que puede ser objeto de experimento y cálculo.
Es precisamente aquí donde tiene lugar el encuentro de la razón con la fe, pues en la fe acogemos el don que Dios hace de sí mismo revelándose a nosotros, criaturas hechas a su imagen; acogemos y aceptamos esa Verdad que nuestra mente no puede comprender por completo y no puede poseer, pero que precisamente por eso ensancha el horizonte de nuestro conocimiento y nos permite llegar al Misterio en el que estamos inmersos y encontrar en Dios el sentido definitivo de nuestra existencia.
Queridos amigos, como sabemos bien, no es fácil aceptar esta superación de los límites de nuestra razón. Por eso, la fe, que es un acto humano muy personal, sigue siendo una opción de nuestra libertad, que también puede rechazarse. Ahora bien, aquí emerge una segunda dimensión de la fe, la de fiarse de una persona: no de una persona cualquiera, sino de Jesucristo, y del Padre que lo envió. Creer quiere decir entablar un vínculo personalísimo con nuestro Creador y Redentor, en virtud del Espíritu Santo que actúa en nuestro corazón, y hacer de este vínculo el fundamento de toda la vida.
En efecto, Jesucristo "es la Verdad hecha persona, que atrae hacia sí al mundo. (...) Cualquier otra verdad es un fragmento de la Verdad que es él y a él remite" (Discurso a la Congregación para la doctrina de la fe, 10 de febrero de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de febrero de 2006, p. 3). Así, colma nuestro corazón, lo dilata y lo llena de alegría, impulsa nuestra inteligencia hacia horizontes inexplorados y ofrece a nuestra libertad su decisivo punto de referencia, sacándola de las estrecheces del egoísmo y capacitándola para un amor auténtico.
Por consiguiente, en la educación de las nuevas generaciones no debemos tener miedo de confrontar la verdad de la fe con las auténticas conquistas del conocimiento humano. Los progresos de la ciencia son hoy muy rápidos y a menudo se presentan como contrapuestos a las afirmaciones de la fe, provocando confusión y haciendo más difícil la aceptación de la verdad cristiana. Pero Jesucristo es y sigue siendo el Señor de toda la creación y de toda la historia: "Todas las cosas fueron creadas por él y para él (...), y todo tiene en él su consistencia" (Col 1, 16-17). Por eso, el diálogo entre la fe y la razón, si se realiza con sinceridad y rigor, brinda la posibilidad de percibir de modo más eficaz y convincente la racionalidad de la fe en Dios —no en un Dios cualquiera, sino en el Dios que se reveló en Jesucristo— y de mostrar que en el mismo Jesucristo se encuentra la realización de toda auténtica aspiración humana.
Así pues, queridos jóvenes de Roma, avanzad con confianza y valentía por el camino de la búsqueda de la verdad. Y vosotros, queridos sacerdotes y educadores, no dudéis en promover una auténtica "pastoral de la inteligencia" y, más ampliamente, de la persona, que tome en serio los interrogantes de los jóvenes —tanto los existenciales como los que brotan de la confrontación con las formas de racionalidad hoy generalizadas— para ayudarles a encontrar las respuestas cristianas válidas y pertinentes, y finalmente para hacer suya la respuesta decisiva que es Cristo nuestro Señor.
Hemos hablado de la fe como encuentro con Aquel que es la Verdad y el Amor. También hemos visto que se trata de un encuentro al mismo tiempo comunitario y personal, que debe tener lugar en todas las dimensiones de nuestra vida, a través del ejercicio de la inteligencia, de las opciones de la libertad y del servicio del amor. Sin embargo, existe un espacio privilegiado en el que este encuentro se realiza de la manera más directa, se refuerza y se profundiza, y así realmente es capaz de impregnar y caracterizar toda la existencia: este espacio es la oración.
Queridos jóvenes, ciertamente muchos de vosotros estabais presentes en la Jornada mundial de la juventud, en Colonia. Allí, juntos, oramos al Señor, lo adoramos presente en la Eucaristía, ofrecimos su santo sacrificio. Meditamos en el decisivo acto de amor con el que Jesús, en la última Cena, anticipó su propia muerte, la aceptó en su interior y la transformó en acto de amor, en la única revolución realmente capaz de renovar al mundo y de liberar al hombre, venciendo el poder del pecado y de la muerte.
Os pido a vosotros, jóvenes, y a todos los que estáis aquí, queridos hermanos y hermanas, pido a toda la amada Iglesia, en particular a las almas consagradas, especialmente de los conventos de clausura, que intensifiquéis la oración, espiritualmente unidos a María nuestra Madre, que adoréis a Cristo vivo en la Eucaristía, que os enamoréis cada vez más de él, nuestro hermano y nuestro verdadero amigo, el esposo de la Iglesia, el Dios fiel y misericordioso que nos ha amado primero.
Así vosotros, jóvenes, estaréis dispuestos y disponibles a acoger su llamada, si él os quiere totalmente para sí, en el sacerdocio o en la vida consagrada.
En la medida en que nos alimentamos de Cristo y estamos enamorados de él, sentimos también dentro de nosotros el estímulo a llevar a los demás a él, pues no podemos guardar para nosotros la alegría de la fe; debemos transmitirla. Esta necesidad resulta aún más fuerte y urgente a causa del extraño olvido de Dios que existe hoy en amplias partes del mundo y, en cierta medida, aquí en Roma. De este olvido nace mucho ruido efímero, muchas discusiones inútiles, y también una gran insatisfacción y un sentido de vacío.
Por eso, queridos hermanos y hermanas, en nuestro humilde servicio de testigos y misioneros del Dios vivo debemos ser portadores de la esperanza que nace de la certeza de la fe: así ayudaremos a nuestros hermanos y compatriotas a encontrar el sentido y la alegría de la vida.
Sé que estáis decididamente comprometidos en los diversos ámbitos de la pastoral; eso me alegra y, juntamente con vosotros, doy gracias por ello al Señor. En particular, durante mi primer año de pontificado ya he podido experimentar y apreciar la fuerza de la presencia cristiana entre los jóvenes y los universitarios de Roma, así como entre los niños de primera Comunión. Os pido que prosigáis con confianza, intensificando cada vez más vuestro vínculo con el Señor, para que así sea más eficaz vuestro apostolado.
En este compromiso, no descuidéis ninguna dimensión de la vida, porque Cristo vino para salvar a todo el hombre, tanto en lo más íntimo de las conciencias como en las expresiones de la cultura y en las relaciones sociales.
Queridos hermanos y hermanas, os dejo de buen grado estas reflexiones como contribución a vuestro trabajo en las tardes de la Asamblea y luego durante el próximo año pastoral. Mi afecto y mi bendición os acompañan hoy y en el futuro.
Gracias por vuestra atención.