Discurso a los participantes en la sesión plenaria de la Comisión Teológica Internacional
Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado;
ilustres profesores y queridos colaboradores:
Os acojo con alegría al final de los trabajos de vuestra sesión plenaria anual. Ante todo deseo expresar mi profundo agradecimiento por las palabras de saludo que me ha dirigido, en nombre de todos, usted, señor cardenal, como presidente de la Comisión teológica internacional.
Los trabajos de este séptimo "quinquenio" de la Comisión teológica internacional, como ha recordado usted, señor cardenal, ya han dado un fruto concreto con la publicación del documento "La esperanza de la salvación para los niños que mueren sin bautismo". En él se afronta este tema en el contexto de la voluntad salvífica universal de Dios, de la universalidad de la mediación única de Cristo, del primado de la gracia divina y de la sacramentalidad de la Iglesia. Confío en que este documento constituya un punto de referencia útil para los pastores de la Iglesia y para los teólogos, y también una ayuda y una fuente de consuelo para los fieles que han sufrido en sus familias la muerte inesperada de un niño antes de que recibiera el baño de regeneración.
Vuestras reflexiones podrán ser también una oportunidad para profundizar e investigar ulteriormente ese tema. En efecto, es necesario penetrar cada vez más a fondo en la comprensión de las diferentes manifestaciones del amor de Dios a todos los hombres, especialmente a los más pequeños y a los más pobres, que nos fue revelado en Cristo.
Os felicito por los resultados ya alcanzados y, al mismo tiempo, os aliento a continuar con empeño el estudio de los demás temas propuestos para este quinquenio, sobre los cuales ya habéis trabajado en los años pasados y en esta sesión plenaria. Como ha recordado usted, señor cardenal, se trata de los fundamentos de la ley moral natural y los principios de la teología y de su método. En la audiencia del 1 de diciembre de 2005 presenté algunas líneas fundamentales del trabajo que el teólogo debe desempeñar en comunión con la voz viva de la Iglesia, bajo la guía del Magisterio.
Ahora quiero hablar en particular sobre el tema de la ley moral natural.
Como probablemente es sabido, por invitación de la Congregación para la doctrina de la fe, varios centros universitarios y asociaciones han celebrado o están organizando simposios o jornadas de estudio para encontrar líneas y convergencias útiles para profundizar de forma constructiva y eficaz en la doctrina sobre la ley moral natural. Esta invitación ha encontrado hasta ahora una acogida positiva y un gran eco. Por tanto, se espera con mucho interés la contribución de la Comisión teológica internacional, orientada sobre todo a justificar e ilustrar los fundamentos de una ética universal, perteneciente al gran patrimonio de la sabiduría humana, que de algún modo constituye una participación de la criatura racional en la ley eterna de Dios.
Así pues, no se trata de un tema de índole exclusiva o principalmente "confesional", aunque la doctrina sobre la ley moral natural esté iluminada y se desarrolle en plenitud a la luz de la Revelación cristiana y de la realización del hombre en el misterio de Cristo.
El Catecismo de la Iglesia católica resume bien el contenido central de la doctrina sobre la ley natural, revelando que indica "los preceptos primeros y esenciales que rigen la vida moral. Tiene por raíz la aspiración y la sumisión a Dios, fuente y juez de todo bien, así como el sentido del prójimo en cuanto igual a sí mismo. Está expuesta, en sus principales preceptos, en el Decálogo. Esta ley se llama natural no por referencia a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la proclama pertenece propiamente a la naturaleza humana" (n. 1955).
Con esta doctrina se logran dos objetivos esenciales: por una parte, se comprende que el contenido ético de la fe cristiana no constituye una imposición dictada a la conciencia del hombre desde el exterior, sino una norma que tiene su fundamento en la misma naturaleza humana; por otra, partiendo de la ley natural, que puede ser descubierta por toda criatura racional, con ella se pone la base para entablar el diálogo con todos los hombres de buena voluntad y, más en general, con la sociedad civil y secular.
Precisamente a causa de la influencia de factores de orden cultural e ideológico, la sociedad civil y secular se encuentra hoy en una situación de desvarío y confusión: se ha perdido la evidencia originaria de los fundamentos del ser humano y de su obrar ético, y la doctrina de la ley moral natural se enfrenta con otras concepciones que constituyen su negación directa.
Todo esto tiene enormes y graves consecuencias en el orden civil y social. En muchos pensadores parece dominar hoy una concepción positivista del derecho. Según ellos, la humanidad, o la sociedad, o de hecho la mayoría de los ciudadanos, se convierte en la fuente última de la ley civil. El problema que se plantea no es, por tanto, la búsqueda del bien, sino del poder, o más bien, del equilibrio de poderes.
En la raíz de esta tendencia se encuentra el relativismo ético, en el que algunos ven incluso una de las condiciones principales de la democracia, porque el relativismo garantizaría la tolerancia y el respeto recíproco de las personas. Pero, si fuera así, la mayoría que existe en un momento determinado se convertiría en la última fuente del derecho. La historia demuestra con gran claridad que las mayorías pueden equivocarse. La verdadera racionalidad no queda garantizada por el consenso de un gran número de personas, sino sólo por la transparencia de la razón humana a la Razón creadora y por la escucha común de esta Fuente de nuestra racionalidad.
Cuando están en juego las exigencias fundamentales de la dignidad de la persona humana, de su vida, de la institución familiar, de la equidad del ordenamiento social, es decir, los derechos fundamentales del hombre, ninguna ley hecha por los hombres puede trastocar la norma escrita por el Creador en el corazón del hombre, sin que la sociedad misma quede herida dramáticamente en lo que constituye su fundamento irrenunciable. Así, la ley natural se convierte en la verdadera garantía ofrecida a cada persona para vivir libre, respetada en su dignidad y protegida de toda manipulación ideológica y de todo arbitrio o abuso del más fuerte.
Nadie puede sustraerse a esta exigencia. Si, por un trágico oscurecimiento de la conciencia colectiva, el escepticismo y el relativismo ético llegaran a cancelar los principios fundamentales de la ley moral natural, el mismo ordenamiento democrático quedaría radicalmente herido en sus fundamentos. Contra este oscurecimiento, que es crisis de la civilización humana, antes incluso que cristiana, es necesario movilizar la conciencia de todos los hombres de buena voluntad, tanto laicos como pertenecientes a religiones diferentes del cristianismo, para que juntos y de manera efectiva se comprometan a crear, en la cultura y en la sociedad civil y política, las condiciones necesarias para una plena conciencia del valor inalienable de la ley moral natural. Del respeto de esta ley depende, de hecho, que las personas y la sociedad avancen por el camino del auténtico progreso, en conformidad con la recta razón, que es participación en la Razón eterna de Dios.
Juntamente con mi gratitud, os expreso a todos mi aprecio por la entrega que os caracteriza y mi estima por el trabajo que habéis desarrollado y que estáis desarrollando. Con mis mejores deseos para vuestros compromisos futuros, os imparto con afecto mi bendición.