Con los jóvenes de San Marino-Montefeltro
Atrio de la Catedral de Pennabilli
Domingo 19 de junio 2011
Queridos jóvenes:
Me alegra mucho estar hoy en medio de vosotros y con vosotros. Siento toda vuestra alegría y el entusiasmo que caracterizan a vuestra edad. Saludo y expreso mi agradecimiento a vuestro obispo, monseñor Luigi Negri, por las cordiales palabras de acogida, y a vuestro amigo que se ha hecho intérprete de los pensamientos y sentimientos de todos, y ha formulado algunas preguntas muy serias e importantes. Espero que a lo largo de esta exposición mía se hallen los elementos para encontrar las respuestas a esas preguntas. Saludo con afecto a los sacerdotes, a las religiosas, a los animadores que comparten con vosotros el camino de la fe y de la amistad; y naturalmente también a vuestros padres, que se alegran al veros crecer fuertes en el bien.
Nuestro encuentro aquí, en Pennabilli, ante esta catedral, corazón de la diócesis, y en esta plaza, nos remite con el pensamiento a los numerosos y diversos encuentros de Jesús que nos narran los Evangelios. Hoy quiero recordar el célebre episodio en que el Señor se hallaba en camino y uno –un joven– le salió al encuentro y, arrodillándose, le planteó esta pregunta: "Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?" (Mc 10, 17). Nosotros tal vez hoy no lo expresaríamos así, pero el sentido de la pregunta es precisamente: ¿qué debo hacer, cómo debo vivir para vivir realmente, para encontrar la vida? Así pues, dentro de esta pregunta podemos ver encerrada la amplia y variada experiencia humana que se abre a la búsqueda del significado, del sentido profundo de la vida: ¿cómo vivir?, ¿por qué vivir? De hecho, la "vida eterna", a la que se refiere ese joven del Evangelio, no indica solamente la vida después de la muerte, no quiere saber sólo cómo llegar al cielo. Quiere saber: ¿cómo debo vivir ahora para tener ya la vida que puede ser luego también eterna? Por tanto, en esta pregunta el joven manifiesta la exigencia de que la existencia diaria encuentre sentido, plenitud, verdad. El hombre no puede vivir sin esta búsqueda de la verdad sobre sí mismo –quién soy yo, para qué debo vivir–, una verdad que impulse a abrir el horizonte y a ir más allá de lo que es material, no para huir de la realidad, sino para vivirla de una forma aún más verdadera, más rica de sentido y de esperanza, y no sólo en la superficialidad. Creo que esta es también vuestra experiencia –y lo he visto y escuchado en las palabras de vuestro amigo–. Los grandes interrogantes que llevamos en nuestro interior permanecen siempre, renacen siempre: ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿para quién vivimos? Y estas preguntas son el signo más alto de la trascendencia del ser humano y de la capacidad que tenemos de no quedarnos en la superficie de las cosas. Y es precisamente mirándonos a nosotros mismos con verdad, con sinceridad y con valentía como intuimos la belleza, pero también la precariedad de la vida y sentimos una insatisfacción, una inquietud que ninguna realidad concreta logra colmar. Con frecuencia, al final todas las promesas se muestran insuficientes.
Queridos amigos, os invito a tomar conciencia de esta sana y positiva inquietud; a no tener miedo de plantearos las preguntas fundamentales sobre el sentido y sobre el valor de la vida. No os quedéis en las respuestas parciales, inmediatas, ciertamente más fáciles en un primer momento y más cómodas, que pueden dar algunos ratos de felicidad, de exaltación, de embriaguez, pero que no os llevan a la verdadera alegría de vivir, la que nace de quien construye –como dice Jesús– no sobre arena, sino sobre sólida roca. Así pues, aprended a reflexionar, a leer de modo no superficial, sino en profundidad, vuestra experiencia humana: descubriréis, con asombro y con alegría, que vuestro corazón es una ventana abierta al infinito. Esta es la grandeza del hombre y también su dificultad. Una de las falsas ilusiones producidas en el curso de la historia ha sido la de pensar que el progreso técnico-científico, de modo absoluto, podría dar respuestas y soluciones a todos los problemas de la humanidad. Y vemos que no es así. En realidad, aunque eso hubiera sido posible, nada ni nadie habría podido eliminar los interrogantes más profundos sobre el significado de la vida y de la muerte, sobre el significado del sufrimiento, de todo, porque estos interrogantes están inscritos en el alma humana, en nuestro corazón, y rebasan el ámbito de las necesidades. El hombre, incluso en la era del progreso científico y tecnológico –que nos ha dado tanto– sigue siendo un ser que desea más, más que la comodidad y el bienestar; sigue siendo un ser abierto a toda la verdad de su existencia, que no puede quedarse en las cosas materiales, sino que se abre a un horizonte mucho más amplio. Todo esto vosotros lo experimentáis continuamente cada vez que os preguntáis ¿por qué? Cuando contempláis un ocaso, o cuando una música mueve vuestro corazón y vuestra mente; cuando experimentáis lo que quiere decir amar de verdad; cuando sentís fuertemente el sentido de la justicia y de la verdad, y cuando sentís también la falta de justicia, de verdad y de felicidad.
Queridos jóvenes, la experiencia humana es una realidad que nos aúna a todos, pero a la que se le pueden dar diversos niveles de significado. Y es aquí donde se decide de qué modo orientar la propia vida y se elige a quién confiarla, en quién confiar. Siempre existe el peligro de quedar aprisionados en el mundo de las cosas, de lo inmediato, de lo relativo, de lo útil, perdiendo la sensibilidad por lo que se refiere a nuestra dimensión espiritual. No se trata, de ninguna manera, de despreciar el uso de la razón o de rechazar el progreso científico; todo lo contrario. Se trata más bien de comprender que cada uno de nosotros no está hecho sólo de una dimensión "horizontal", sino que comprende también la dimensión "vertical". Los datos científicos y los instrumentos tecnológicos no pueden sustituir al mundo de la vida, a los horizontes de significado y de libertad, o a la riqueza de las relaciones de amistad y de amor.
Queridos jóvenes, precisamente en la apertura a la verdad integral de nosotros mismos y del mundo descubrimos la iniciativa de Dios con respecto a nosotros. Él sale al encuentro de cada hombre y le da a conocer el misterio de su amor. En el Señor Jesús, que murió y resucitó por nosotros y nos dio el Espíritu Santo, somos incluso partícipes de la vida misma de Dios, pertenecemos a la familia de Dios. En él, en Cristo, podéis encontrar las respuestas a los interrogantes que acompañan vuestro camino, no de modo superficial, fácil, sino caminando con Jesús, viviendo con Jesús. El encuentro con Cristo no se limita a la adhesión a una doctrina, a una filosofía, sino que lo que él os propone es compartir su misma vida y así aprender a vivir, aprender lo que es el hombre, lo que soy yo. A aquel joven que le preguntó qué debía hacer para entrar en la vida eterna, es decir, para vivir de verdad, Jesús le responde invitándolo a renunciar a sus bienes y añade: "¡Ven y sígueme!" (Mc 10, 21). La palabra de Cristo muestra que vuestra vida encuentra significado en el misterio de Dios, que es Amor: un Amor exigente, profundo, que va más allá de la superficialidad. ¿Qué sería vuestra vida sin este amor? Dios cuida del hombre desde la creación hasta el fin de los tiempos, cuando llevará a cabo su proyecto de salvación. ¡En el Señor resucitado tenemos la certeza de nuestra esperanza! Cristo mismo, que bajó a las profundidades de la muerte y resucitó, es la esperanza en persona, es la Palabra definitiva pronunciada en nuestra historia, es una palabra positiva.
No temáis afrontar las situaciones difíciles, los momentos de crisis, las pruebas de la vida, porque ¡el Señor os acompaña, está con vosotros! Os animo a crecer en la amistad con él a través de la lectura frecuente del Evangelio y de toda la Sagrada Escritura, la participación fiel en la Eucaristía como encuentro personal con Cristo, el compromiso dentro de la comunidad eclesial, el camino con un buen director espiritual. Transformados por el Espíritu Santo, podréis experimentar la auténtica libertad, que es tal cuando está orientada al bien. De este modo vuestra vida, animada por una búsqueda continua del rostro del Señor y por la voluntad sincera de entregaros vosotros mismos, será para muchos coetáneos vuestr0s un signo, una llamada elocuente a hacer que el deseo de plenitud que todos tenemos se realice finalmente en el encuentro con el Señor Jesús. ¡Dejad que el misterio de Cristo ilumine toda vuestra persona! Entonces podréis llevar a los distintos ambientes la novedad que puede cambiar las relaciones, las instituciones, las estructuras, para construir un mundo más justo y solidario, animado por la búsqueda del bien común. ¡No cedáis a lógicas individualistas y egoístas! Que os conforte el testimonio de tantos jóvenes que han alcanzado la meta de la santidad: pensad en santa Teresa del Niño Jesús, en santo Domingo Savio, en santa María Goretti, en el beato Pier Giorgio Frassati, en el beato Alberto Marvelli –originario de esta tierra– y en tantos otros, para nosotros desconocidos, pero que vivieron su tiempo en la luz y en la fuerza del Evangelio, y encontraron la respuesta a cómo vivir, a qué debo hacer para vivir.
Al concluir este encuentro, quiero encomendaros a cada uno de vosotros a la Virgen María, Madre de la Iglesia. Como ella, pronunciad y renovad vuestro "sí" y alabad siempre al Señor con vuestra vida, porque él os da palabras de vida eterna. ¡Ánimo!, por tanto, queridos jóvenes y queridas jóvenes, en vuestro camino de fe y de vida cristiana; también yo estoy cerca de vosotros y os acompaño con mi bendición. Gracias por vuestra atención.