A la Congregación para la Doctrina de la Fe
Viernes 27 de enero de 2012
Señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, queridos hermanos y hermanas:
Para mí es siempre motivo de alegría poder encontraros con ocasión de la sesión plenaria y expresaros mi aprecio por el servicio que lleváis a cabo por la Iglesia y especialmente por el Sucesor de Pedro en su ministerio de confirmar a los hermanos en la fe (cf. Lc 22, 32). Agradezco al cardenal William Levada su cordial saludo, en el que ha recordado algunos compromisos importantes resueltos por el dicasterio en estos últimos años. Y estoy particularmente agradecido a la Congregación, que, en colaboración con el Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización, prepara el Año de la fe, percibiendo en él un momento propicio para volver a proponer a todos el don de la fe en Cristo resucitado, la luminosa enseñanza del concilio Vaticano II y la valiosa síntesis doctrinal brindada por el Catecismo de la Iglesia católica.
Como sabemos, en vastas zonas de la tierra la fe corre peligro de apagarse como una llama que ya no encuentra alimento. Estamos ante una profunda crisis de fe, ante una pérdida del sentido religioso, que constituye el mayor desafío para la Iglesia de hoy. Por lo tanto, la renovación de la fe debe ser la prioridad en el compromiso de toda la Iglesia en nuestros días. Deseo que el Año de la fe contribuya, con la colaboración cordial de todos los miembros del pueblo de Dios, a hacer que Dios esté nuevamente presente en este mundo y a abrir a los hombres el acceso a la fe, a confiar en ese Dios que nos ha amado hasta el extremo (cf. Jn 13, 1), en Jesucristo crucificado y resucitado.
El tema de la unidad de los cristianos está estrechamente vinculado a esta tarea. Por eso, quiero detenerme en algunos aspectos doctrinales relativos al camino ecuménico de la Iglesia, que ha sido objeto de una profunda reflexión en esta plenaria, en coincidencia con la conclusión de la anual Semana de oración por la unidad de los cristianos. En efecto, el impulso de la obra ecuménica debe partir de ese "ecumenismo espiritual", de esa "alma de todo el movimiento ecuménico" (Unitatis redintegratio, 8), que se halla en el espíritu de la oración para que "todos sean uno" (Jn 17, 21).
La coherencia del compromiso ecuménico con la enseñanza del concilio Vaticano II y con toda la Tradición ha sido uno de los ámbitos al que la Congregación, en colaboración con el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, siempre ha prestado atención. Hoy podemos constatar no pocos frutos buenos producidos por los diálogos ecuménicos, pero debemos reconocer también que el riesgo de un falso irenismo y de un indiferentismo, del todo ajeno al espíritu del concilio Vaticano II, exige nuestra vigilancia. Este indiferentismo está causado por la opinión, cada vez más difundida, de que la verdad no sería accesible al hombre; por lo tanto, sería necesario limitarse a encontrar reglas para una praxis capaz de mejorar el mundo. Y así la fe sería sustituida por un moralismo sin fundamento profundo. El centro del verdadero ecumenismo es, en cambio, la fe en la cual el hombre encuentra la verdad que se revela en la Palabra de Dios. Sin la fe todo el movimiento ecuménico se reduciría a una forma de "contrato social" al cual adherirse por un interés común, una "praxiología" para crear un mundo mejor. La lógica del concilio Vaticano II es completamente distinta: la búsqueda sincera de la unidad plena de todos los cristianos es un dinamismo animado por la Palabra de Dios, por la Verdad divina que nos habla en esta Palabra.
Por ello, el problema crucial, que marca de modo transversal los diálogos ecuménicos, es la cuestión de la estructura de la Revelación –la relación entre la Sagrada Escritura, la Tradición viva en la Santa Iglesia y el Ministerio de los sucesores de los Apóstoles como testimonio de la verdadera fe–. Y aquí está implícita la cuestión de la eclesiología que forma parte de este problema: cómo llega la verdad de Dios a nosotros. Aquí, por lo demás, es fundamental el discernimiento entre la Tradición con mayúscula y las tradiciones. No quiero entrar en detalles; sólo una observación. Un paso importante de ese discernimiento se dio en la preparación y aplicación de las medidas para grupos de fieles procedentes del anglicanismo, que desean entrar en la comunión plena de la Iglesia, en la unidad de la Tradición divina, común y esencial, conservando las propias tradiciones espirituales, litúrgicas y pastorales, que son conformes a la fe católica (cf. Const. Anglicanorum coetibus, art. III). Existe, en efecto, una riqueza espiritual en las diversas confesiones cristianas que es expresión de la única fe y don que hay que compartir y encontrar juntos en la Tradición de la Iglesia.
Hoy, además, una de las cuestiones fundamentales está constituida por la problemática de los métodos adoptados en los diversos diálogos ecuménicos. También esos diálogos deben reflejar la prioridad de la fe. En todo diálogo verdadero el interlocutor tiene derecho a conocer la verdad. Lo exige la caridad hacia el hermano. En este sentido, es necesario afrontar con valentía también las cuestiones controvertidas, siempre con espíritu de fraternidad y de respeto recíproco. Es importante, además, ofrecer una interpretación correcta de ese "orden o "jerarquía" de las verdades en la doctrina católica", puesto de relieve en el decreto Unitatis redintegratio (nº 11), que no significa en modo alguno reducir el depósito de la fe, sino hacer que surja de él la estructura interna, la organicidad de esta única estructura. Asimismo, tienen gran relevancia los documentos de estudio producidos por los diversos diálogos ecuménicos. Esos textos no se pueden ignorar, pues constituyen un fruto importante, si bien provisional, de la reflexión común madurada durante años. No obstante, hay que reconocerlos en su justo significado como contribuciones ofrecidas a la autoridad competente de la Iglesia, que es la única llamada a juzgarlos de modo definitivo. Atribuir a tales textos un peso vinculante o casi conclusivo de las espinosas cuestiones de los diálogos, sin la debida valoración por parte de la autoridad eclesial, en última instancia no ayudaría al camino hacia una unidad plena en la fe.
Una última cuestión que deseo mencionar es la problemática moral, que constituye un nuevo desafío para el camino ecuménico. En los diálogos no podemos ignorar las grandes cuestiones morales acerca de la vida humana, la familia, la sexualidad, la bioética, la libertad, la justicia y la paz. Será importante hablar de estos temas con una sola voz, acudiendo al fundamento en la Escritura y en la tradición viva de la Iglesia. Esta tradición nos ayuda a descifrar el lenguaje del Creador en su creación. Defendiendo los valores fundamentales de la gran tradición de la Iglesia, defendemos al hombre, defendemos la creación.
Como conclusión de estas reflexiones, deseo una colaboración estrecha y fraterna de la Congregación con el competente Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, a fin de promover eficazmente el restablecimiento de la unidad plena entre todos los cristianos. La división entre los cristianos, en efecto, "contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura" (Decr. Unitatis redintegratio, 1). Así pues, la unidad no sólo es fruto de la fe, sino también un medio y casi un presupuesto para anunciar de forma cada vez más creíble la fe a aquellos que no conocen aún al Salvador. Jesús oró: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17, 21).
Renovando mi gratitud por vuestro servicio, os aseguro mi constante cercanía espiritual y a todos os imparto de corazón la bendición apostólica. Gracias.