ÁNGELUS
Domingo 15 de mayo de 2005

Queridos hermanos y hermanas:

Ante todo, pido disculpas por mi gran retraso. He tenido la gracia de poder ordenar hoy, día del Espíritu Santo, a veintiún sacerdotes para la diócesis de Roma. Y, como es natural, esta cosecha de Dios dura también un poco de tiempo. ¡Gracias por vuestra comprensión!

Acaba de concluir esta celebración eucarística, durante la cual he tenido la alegría de ordenar a veintiún nuevos sacerdotes. Es un acontecimiento que marca un momento importante de crecimiento para nuestra comunidad. En efecto, recibe vida de los ministros ordenados, sobre todo mediante el servicio de la palabra de Dios y de los sacramentos. Por tanto, se trata de un día de fiesta para la Iglesia de Roma. Y para los nuevos sacerdotes este es, de modo especial, su Pentecostés: les renuevo mi saludo y oro para que el Espíritu Santo acompañe siempre su ministerio. Demos gracias a Dios por el don de los nuevos presbíteros, y pidamos para que en Roma, así como en el mundo entero, florezcan y maduren numerosas y santas vocaciones sacerdotales.

La feliz coincidencia entre Pentecostés y las ordenaciones presbiterales me invita a destacar el vínculo indisoluble que existe, en la Iglesia, entre el Espíritu y la institución. Ya aludí a él el sábado pasado, al tomar posesión de la cátedra de Obispo de Roma, en San Juan de Letrán. La cátedra y el Espíritu son realidades íntimamente unidas, como lo son el carisma y el ministerio ordenado. Sin el Espíritu Santo, la Iglesia se reduciría a una organización meramente humana, agobiada por sus mismas estructuras.

Pero, a su vez, en los planes de Dios, el Espíritu se sirve habitualmente de las mediaciones humanas para actuar en la historia. Precisamente por esto, Cristo, que constituyó su Iglesia sobre el fundamento de los Apóstoles reunidos en torno a Pedro, la enriqueció también con el don de su Espíritu, para que a lo largo de los siglos la conforte (cf. Jn 14, 16) y la guíe hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13). Ojalá que la comunidad eclesial permanezca siempre abierta y dócil a la acción del Espíritu Santo para ser entre los hombres signo creíble e instrumento eficaz de la acción de Dios.

Encomendemos este deseo a la intercesión de la Virgen María, a quien hoy contemplamos en el misterio glorioso de Pentecostés. El Espíritu Santo, que en Nazaret había descendido sobre ella para convertirla en Madre del Verbo encarnado (cf. Lc 1, 35), ha descendido hoy sobre la Iglesia naciente reunida en torno a ella en el Cenáculo (cf. Hch 1, 14). Invoquemos con confianza a María santísima, para que obtenga una renovada efusión del Espíritu sobre la Iglesia de nuestros días.