ÁNGELUS
Domingo 7 de agosto

Queridos hermanos y hermanas:

Miles de jóvenes están a punto de partir, o ya están de viaje, hacia Colonia para la XX Jornada mundial de la juventud, que tiene como tema "Hemos venido a adorarlo" (Mt 2, 2). Se puede decir que toda la Iglesia se ha movilizado espiritualmente para vivir este acontecimiento extraordinario, contemplando a los Magos como modelos singulares de buscadores de Cristo, para arrodillarse ante él en adoración. Pero ¿qué significa "adorar"? ¿Se trata, quizá, de una actitud de otros tiempos, sin sentido para el hombre contemporáneo? No; una oración muy conocida, que muchos rezan por la mañana y por la noche, comienza precisamente con estas palabras: "Te adoro, Dios mío, te amo con todo mi corazón". Al amanecer y al atardecer, el creyente renueva cada día su "adoración", es decir, su reconocimiento de la presencia de Dios, Creador y Señor del universo. Es un reconocimiento lleno de gratitud, que brota desde lo más hondo del corazón y abarca todo el ser, porque el hombre sólo puede realizarse plenamente a sí mismo adorando y amando a Dios por encima de todas las cosas.

Los Magos adoraron al Niño de Belén, reconociendo en él al Mesías prometido, al Hijo unigénito del Padre, en quien, como afirma san Pablo, "reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad" (Col 2, 9). Una experiencia análoga, en cierto sentido, es la de los discípulos Pedro, Santiago y Juan -lo recuerda la fiesta de la Transfiguración, que celebramos precisamente ayer- a los que Jesús en el monte Tabor reveló su gloria divina, anunciando la victoria definitiva sobre la muerte. Además, en la Pascua Cristo crucificado y resucitado manifestará plenamente su divinidad, ofreciendo a todos los hombres el don de su amor redentor. Los santos acogieron este don y llegaron a ser verdaderos adoradores del Dios vivo, amándolo sin reservas en cada momento de su vida. Con el próximo encuentro de Colonia, la Iglesia quiere volver a proponer a todos los jóvenes del tercer milenio esta santidad, cumbre del amor.

¿Quién mejor que María puede acompañarnos en este exigente itinerario de santidad? ¿Quién mejor que ella puede enseñarnos a adorar a Cristo? Que ella ayude especialmente a las nuevas generaciones a reconocer en Cristo el verdadero rostro de Dios, a adorarlo, amarlo y servirlo con entrega total.