ÁNGELUS
Domingo 11 de septiembre de 2005

Queridos hermanos y hermanas:

El próximo miércoles, 14 de septiembre, celebraremos la fiesta litúrgica de la Exaltación de la Santa Cruz. En el Año dedicado a la Eucaristía, esta fiesta adquiere un significado particular: nos invita a meditar en el profundo e indisoluble vínculo que une la celebración eucarística y el misterio de la cruz. En efecto, toda santa misa actualiza el sacrificio redentor de Cristo. Al Gólgota y a la "hora" de la muerte en la cruz -escribió el amado Juan Pablo II en la encíclica Ecclesia de Eucharistia- "vuelve espiritualmente todo presbítero que celebra la santa misa, junto con la comunidad cristiana que participa en ella" (n. 4).

Por tanto, la Eucaristía es el memorial de todo el misterio pascual: pasión, muerte, descenso a los infiernos, resurrección y ascensión al cielo, y la cruz es la conmovedora manifestación del acto de amor infinito con el que el Hijo de Dios salvó al hombre y al mundo del pecado y de la muerte. Por eso, la señal de la cruz es el gesto fundamental de nuestra oración, de la oración del cristiano. Hacer la señal de la cruz -como haremos ahora con la bendición- es pronunciar un sí visible y público a Aquel que murió por nosotros y resucitó, al Dios que en la humildad y debilidad de su amor es el Todopoderoso, más fuerte que todo el poder y la inteligencia del mundo.

Después de la consagración, la asamblea de los fieles, consciente de estar en la presencia real de Cristo crucificado y resucitado, aclama: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!". Con los ojos de la fe la comunidad reconoce a Jesús vivo con los signos de su pasión y, como Tomás, llena de asombro, puede repetir: "¡Señor mío y Dios mío!" (Jn 20, 28). La Eucaristía es misterio de muerte y de gloria como la cruz, que no es un accidente, sino el paso a través del cual Cristo entró en su gloria (cf. Lc 24, 26) y reconcilió a la humanidad entera, derrotando toda enemistad. Por eso, la liturgia nos invita a orar con confianza y esperanza: Mane nobiscum, Domine! ¡Quédate con nosotros, Señor, que con tu santa cruz redimiste al mundo! María, presente en el Calvario junto a la cruz, está también presente, con la Iglesia y como Madre de la Iglesia, en cada una de nuestras celebraciones eucarísticas (cf. Ecclesia de Eucharistia, 57). Por eso, nadie mejor que ella puede enseñarnos a comprender y vivir con fe y amor la santa misa, uniéndonos al sacrificio redentor de Cristo. Cuando recibimos la sagrada comunión también nosotros, como María y unidos a ella, abrazamos el madero que Jesús con su amor transformó en instrumento de salvación, y pronunciamos nuestro "amén", nuestro "sí" al Amor crucificado y resucitado.