ÁNGELUS
Domingo 18 de septiembre de 2005
Queridos hermanos y hermanas:
Mientras está a punto de terminar el Año de la Eucaristía, quisiera retomar un tema particularmente importante, que interesaba mucho también a mi venerado predecesor Juan Pablo II: la relación entre la santidad, senda y meta del camino de la Iglesia y de todo cristiano, y la Eucaristía. En particular, mi pensamiento va hoy a los sacerdotes, para subrayar que precisamente en la Eucaristía radica el secreto de su santificación. En virtud de la ordenación sagrada, el sacerdote recibe el don y el compromiso de repetir sacramentalmente los gestos y las palabras con las que Jesús, en la última Cena, instituyó el memorial de su Pascua. Entre sus manos se renueva este gran milagro de amor, del que él está llamado a ser testigo y anunciador cada vez más fiel (cf. Mane nobiscum Domine, 30). Por eso, el presbítero ante todo debe adorar y contemplar la Eucaristía, desde el momento mismo en que la celebra. Sabemos bien que la validez del sacramento no depende de la santidad del celebrante, pero su eficacia será tanto mayor, para él mismo y para los demás, cuanto más lo viva con fe profunda, amor ardiente y ferviente espíritu de oración.
Durante el año, la liturgia nos presenta como ejemplos a santos ministros del altar, que han sacado la fuerza para imitar a Cristo de la intimidad diaria con él en la celebración y en la adoración eucarística. Hace algunos días celebramos la memoria de san Juan Crisóstomo, patriarca de Constantinopla a finales del siglo IV. Fue definido "boca de oro" por su extraordinaria elocuencia; pero también fue llamado "doctor eucarístico", por la amplitud y profundidad de su doctrina sobre el santísimo Sacramento. La "divina liturgia" que más se celebra en las Iglesias orientales lleva su nombre, y su lema: "basta un hombre lleno de celo para transformar un pueblo", muestra cuán eficaz es la acción de Cristo a través de sus ministros.
En nuestra época, sobresale la figura de san Pío de Pietrelcina, al que recordaremos el viernes próximo. Cuando celebraba la santa misa, revivía con tal fervor el misterio del Calvario, que edificaba la fe y la devoción de todos. También los estigmas, que Dios le donó, eran expresión de su íntima configuración con Jesús crucificado.
Además, al pensar en los sacerdotes enamorados de la Eucaristía, no se puede olvidar a san Juan María Vianney, humilde párroco de Ars en tiempos de la Revolución francesa. Con la santidad de su vida y su celo pastoral, logró convertir aquella aldea en un modelo de comunidad cristiana animada por la palabra de Dios y los sacramentos.
Nos dirigimos ahora a María, orando en especial por los sacerdotes de todo el mundo, para que saquen como fruto de este Año de la Eucaristía un amor renovado al Sacramento que celebran. Que por intercesión de la Virgen Madre de Dios vivan y testimonien siempre el misterio puesto en sus manos para la salvación del mundo.