ÁNGELUS
Domingo 6 de noviembre de 2005
El 18 de noviembre de 1965 el concilio ecuménico Vaticano II aprobó la constitución dogmática Dei Verbum, sobre la divina revelación, que constituye uno de los pilares de todo el edificio conciliar. Este documento trata de la Revelación y de su transmisión, de la inspiración y de la interpretación de la sagrada Escritura y de su importancia fundamental para la vida de la Iglesia. Recogiendo los frutos de la renovación teológica precedente, el Vaticano II pone en el centro a Cristo, presentándolo como "mediador y plenitud de toda la Revelación" (n. 2). En efecto, el Señor Jesús, Verbo hecho carne, muerto y resucitado, realizó la obra de salvación, por medio de gestos y palabras, y manifestó plenamente el rostro y la voluntad de Dios, de modo que hasta su vuelta gloriosa no se debe esperar ninguna nueva revelación pública (cf. n. 3). Los Apóstoles y sus sucesores, los obispos, son los depositarios del mensaje que Cristo encomendó a su Iglesia, para que se transmitiera íntegro a todas las generaciones. La sagrada Escritura del Antiguo y el Nuevo Testamento y la sagrada Tradición contienen este mensaje, cuya compresión progresa en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo. Esta misma Tradición permite conocer el canon íntegro de los Libros sagrados y hace que se comprendan correctamente y sean operantes; así, Dios, que habló a los patriarcas y a los profetas, no cesa de hablar a la Iglesia y, por medio de ella, al mundo (cf. n. 8).
La Iglesia no vive de sí misma, sino del Evangelio; y en su camino se orienta siempre según el Evangelio. La constitución conciliar Dei Verbum ha dado un fuerte impulso a la valoración de la palabra de Dios; de allí ha derivado una profunda renovación de la vida de la comunidad eclesial, sobre todo en la predicación, en la catequesis, en la teología, en la espiritualidad y en las relaciones ecuménicas. En efecto, la palabra de Dios, por la acción del Espíritu Santo, guía a los creyentes hacia la plenitud de la verdad (cf. Jn 16, 13). Entre los múltiples frutos de esta primavera bíblica me complace mencionar la difusión de la antigua práctica de la lectio divina, o "lectura espiritual" de la sagrada Escritura. Consiste en reflexionar largo tiempo sobre un texto bíblico, leyéndolo y releyéndolo, casi "rumiándolo", como dicen los Padres, y exprimiendo, por decirlo así, todo su "jugo", para que alimente la meditación y la contemplación y llegue a regar como linfa la vida concreta. Para la lectio divina es necesario que la mente y el corazón estén iluminados por el Espíritu Santo, es decir, por el mismo que inspiró las Escrituras; por eso, es preciso ponerse en actitud de "escucha devota".
Esta es la actitud típica de María santísima, como lo muestra emblemáticamente el icono de la Anunciación: la Virgen acoge al Mensajero celestial mientras medita en las sagradas Escrituras, representadas generalmente por un libro que María tiene en sus manos, en su regazo o sobre un atril. Esta es también la imagen de la Iglesia que ofrece el mismo Concilio en la constitución Dei Verbum: "Escucha con devoción la palabra de Dios..." (n. 1). Oremos para que, como María, la Iglesia sea dócil esclava de la Palabra divina y la proclame siempre con firme confianza, de modo que "todo el mundo, (...) oyendo crea, creyendo espere y esperando ame" (ib.).