ÁNGELUS
Domingo 29 de enero de 2006

Queridos hermanos y hermanas:

En la encíclica publicada el miércoles pasado, refiriéndome a la primacía de la caridad en la vida del cristiano y de la Iglesia, quise recordar que los testigos privilegiados de esta primacía son los santos, que han hecho de su existencia un himno a Dios Amor, con mil tonalidades diversas. La liturgia nos invita a celebrarlos cada día del año. Pienso, por ejemplo, en los que hemos conmemorado estos días: el apóstol san Pablo, con sus discípulos Timoteo y Tito, santa Ángela de Mérici, santo Tomás de Aquino y san Juan Bosco. Son santos muy diferentes entre sí: los primeros pertenecen a los comienzos de la Iglesia, y son misioneros de la primera evangelización; en la Edad Media, santo Tomás de Aquino es el modelo del teólogo católico, que encuentra en Cristo la suprema síntesis de la verdad y del amor; en el Renacimiento, santa Ángela de Mérici propone un camino de santidad también para quien vive en un ámbito laico; en la época moderna, don Bosco, inflamado por la caridad de Jesús buen Pastor, se preocupa de los niños más necesitados, y se convierte en su padre y maestro.

En realidad, toda la historia de la Iglesia es historia de santidad, animada por el único amor que tiene su fuente en Dios. En efecto, sólo la caridad sobrenatural, como la que brota siempre nueva del corazón de Cristo, puede explicar el prodigioso florecimiento, a lo largo de los siglos, de órdenes, institutos religiosos masculinos y femeninos y de otras formas de vida consagrada. En la encíclica cité, entre los santos más conocidos por su caridad, a Juan de Dios, Camilo de Lelis, Vicente de Paúl, Luisa de Marillac, José Cottolengo, Luis Orione y Teresa de Calcuta (cf. n. 40). Esta muchedumbre de hombres y mujeres, que el Espíritu Santo ha forjado, transformándolos en modelos de entrega evangélica, nos lleva a considerar la importancia de la vida consagrada como expresión y escuela de caridad. El concilio Vaticano II puso de relieve que la imitación de Cristo en la castidad, en la pobreza y en la obediencia está totalmente orientada a alcanzar la caridad perfecta (cf. Perfectae caritatis, 1).

Precisamente para destacar la importancia y el valor de la vida consagrada, la Iglesia celebra el próximo 2 de febrero, fiesta de la Presentación del Señor en el templo, la Jornada de la vida consagrada. Por la tarde, como solía hacer Juan Pablo II, presidiré en la basílica vaticana la santa misa, a la que están invitados de modo especial los consagrados y las consagradas que viven en Roma. Juntos daremos gracias a Dios por el don de la vida consagrada, y oraremos para que siga siendo en el mundo signo elocuente de su amor misericordioso.

Nos dirigimos ahora a María santísima, espejo de caridad. Que con su ayuda materna los cristianos, y en especial los consagrados, caminen con decisión y gozo por la senda de la santidad.