ÁNGELUS
Domingo 26 de marzo de 2006

Queridos hermanos y hermanas:

El consistorio que se celebró en los días pasados para el nombramiento de quince nuevos cardenales fue una intensa experiencia eclesial, que nos permitió gustar la riqueza espiritual de la colegialidad, del encuentro entre hermanos provenientes de diferentes países, unidos todos por el único amor a Cristo y a su Iglesia.

En cierto modo, revivimos la realidad de la comunidad cristiana primitiva, reunida en torno a María, Madre de Jesús, y a Pedro, para acoger el don del Espíritu y comprometerse a difundir el Evangelio en todo el mundo. La fidelidad a esta misión hasta el sacrificio de la vida es un carácter distintivo de los cardenales, como lo testimonia su juramento y como lo simboliza la púrpura, que tiene el color de la sangre.

Por una coincidencia providencial, el consistorio se celebró el 24 de marzo, día en que se conmemoraba a los misioneros que durante el año pasado perdieron la vida en la vanguardia de la evangelización y del servicio al hombre en diversas partes del mundo. Así, el consistorio fue una ocasión para sentirnos más cerca que nunca de todos los cristianos que sufren persecución a causa de la fe. Su testimonio, del que diariamente nos llegan noticias, y sobre todo el sacrificio de quienes han sido asesinados, nos edifica y nos estimula a un compromiso evangélico cada vez más sincero y generoso.

Pienso, de modo particular, en las comunidades que viven en países donde no hay libertad religiosa o donde, aunque se la reconozca en el papel, sufre de hecho múltiples restricciones. A esas comunidades las aliento cordialmente a perseverar en la paciencia y en la caridad de Cristo, semilla del reino de Dios que viene, más aún, que ya está en el mundo. A todos los que trabajan al servicio del Evangelio en esas situaciones difíciles deseo expresarles mi más viva solidaridad en nombre de toda la Iglesia, asegurándoles al mismo tiempo mi recuerdo diario en la oración.

La Iglesia avanza en la historia y se difunde en la tierra, acompañada por María, Reina de los Apóstoles. Como en el Cenáculo, la Virgen santísima constituye siempre para los cristianos la memoria viva de Jesús. Es ella quien anima su oración y sostiene su esperanza. A ella le pedimos que nos guíe en el camino diario y proteja con especial predilección a las comunidades cristianas que se hallan en situaciones de mayor dificultad y sufrimiento.