ÁNGELUS
Domingo 4 de junio de 2006
Queridos hermanos y hermanas:
La solemnidad de Pentecostés, que celebramos hoy, nos invita a volver a los orígenes de la Iglesia, que, como afirma el concilio Vaticano II, "se manifestó por la efusión del Espíritu" (Lumen gentium, 2). En Pentecostés la Iglesia se manifestó una, santa, católica y apostólica; se manifestó misionera, con el don de hablar todas las lenguas del mundo, porque a todos los pueblos está destinada la buena nueva del amor de Dios. "El Espíritu -enseña también el Concilio- conduce a la Iglesia a la verdad total, la une en la comunión y el servicio, la construye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos, y la adorna con sus frutos" (ib., 4).
Entre las realidades suscitadas por el Espíritu en la Iglesia están los Movimientos y las comunidades eclesiales, con las que ayer tuve la alegría de reunirme en esta plaza, en un gran encuentro mundial. Toda la Iglesia, como solía decir el Papa Juan Pablo II, es un único gran movimiento animado por el Espíritu Santo, un río que atraviesa la historia para regarla con la gracia de Dios y hacerla fecunda en vida, bondad, belleza, justicia y paz.