ÁNGELUS
Domingo 30 de julio de 2006
Queridos hermanos y hermanas:
Hace dos días, terminada mi estancia en el Valle de Aosta, vine directamente aquí, a Castelgandolfo, donde pienso quedarme hasta el fin del verano, con una breve interrupción en septiembre para el viaje apostólico a Baviera. Deseo dirigir mi afectuoso saludo, ante todo, a la comunidad eclesial y civil de esta hermosa ciudad, a la que vengo siempre de muy buen grado. Expreso mi agradecimiento cordial al obispo de Albano, al párroco y a los sacerdotes, así como al alcalde, a la administración municipal y a las demás autoridades civiles. Dirijo un saludo en especial a la dirección y al personal de las Villas pontificias, lo mismo que a las Fuerzas del orden, a las que agradezco su valioso servicio. Saludo, asimismo, a los numerosos peregrinos que, con su afectuosa presencia, contribuyen a destacar, también en el ambiente más familiar de la residencia estival, el horizonte eclesial universal de esta cita nuestra para la oración mariana.
En este momento no puedo por menos de pensar en la situación, cada vez más grave y trágica, que se está viviendo en Oriente Próximo: centenares de muertos, muchísimos heridos, una multitud ingente de personas sin hogar y de desplazados; casas, ciudades e infraestructuras destruidas, a la vez que en el corazón de muchos parecen crecer el odio y el deseo de venganza. Estos hechos demuestran claramente que no se puede restablecer la justicia, crear un orden nuevo y edificar una paz auténtica cuando se recurre al instrumento de la violencia. Hoy, más que nunca, constatamos cuán profética y al mismo tiempo realista es la voz de la Iglesia cuando, ante la guerra y todo tipo de conflictos, indica el camino de la verdad, la justicia, el amor y la libertad, como señala la inmortal encíclica Pacem in terris del beato Papa Juan XXIII. Este es el camino que debe recorrer la humanidad también hoy para conseguir el deseado bien de la paz verdadera.
En nombre de Dios me dirijo a todos los responsables de esta espiral de violencia para que cada una de las partes deponga inmediatamente las armas. A los gobernantes y a las instituciones internacionales les pido que no escatimen ningún esfuerzo para obtener este necesario alto el fuego, para que se pueda comenzar a construir, mediante el diálogo, una convivencia duradera y estable entre todos los pueblos de Oriente Próximo. A los hombres de buena voluntad les pido que sigan intensificando el envío de las ayudas humanitarias a aquellas poblaciones tan probadas y necesitadas. Pero, especialmente, es necesario que desde todos los corazones se siga elevando la oración confiada a Dios bueno y misericordioso, para que conceda su paz a aquella región y al mundo entero.
Encomendemos esta ferviente súplica a la intercesión de María, Madre del Príncipe de la paz y Reina de la paz, tan venerada en los países de Oriente Próximo, donde esperamos que pronto reine la reconciliación por la que el Señor Jesús dio su sangre preciosa.