ÁNGELUS
Domingo 20 de agosto de 2006

Queridos hermanos y hermanas:

El calendario cita hoy, entre los santos del día, a san Bernardo de Claraval, gran doctor de la Iglesia, que vivió entre los siglos XI y XII (1091-1153). Su ejemplo y sus enseñanzas resultan muy útiles también en nuestro tiempo. Habiéndose retirado del mundo tras un período de intensa agitación interior, fue elegido abad del monasterio cisterciense de Claraval a la edad de 25 años, y lo dirigió durante 38 años, hasta su muerte.

La vida de silencio y contemplación no le impidió realizar una intensa actividad apostólica. También fue ejemplar por el gran empeño con que luchó por dominar su temperamento impetuoso, así como por la humildad con la que supo reconocer sus límites y sus fallos.

La riqueza y el valor de su teología no se deben tanto al hecho de que abrió nuevos caminos, sino más bien a que logró presentar las verdades de la fe con un estilo tan claro e incisivo que fascinaba a quienes lo escuchaban y disponía el espíritu al recogimiento y a la oración. En cada uno de sus escritos se percibe el eco de una rica experiencia interior, que lograba comunicar a los demás con una sorprendente capacidad de persuasión.

Para él la fuerza más grande de la vida espiritual es el amor. Dios, que es Amor, crea al hombre por amor y por amor lo rescata; la salvación de todos los seres humanos, heridos mortalmente por la culpa original y abrumados por los pecados personales, consiste en adherirse firmemente a la caridad divina, que se nos reveló plenamente en Cristo crucificado y resucitado. En su amor Dios sana nuestra voluntad y nuestra inteligencia enfermas, elevándolas al grado más alto de unión con él, es decir, a la santidad y a la unión mística. San Bernardo habla de esto, entre otras cosas, en su breve pero denso "Liber de diligendo Deo". Tiene también otro escrito que quisiera señalar, el "De consideratione", dirigido al Papa Eugenio III. El tema dominante de este libro, muy personal, es la importancia del recogimiento interior -y lo dice al Papa-, elemento esencial de la piedad. El santo afirma que es necesario evitar los peligros de una actividad excesiva, independientemente de la condición y el oficio que se desempeña, pues -así dice al Papa de ese tiempo, a todos los Papas, y a todos nosotros- las muchas ocupaciones llevan con frecuencia a la "dureza del corazón", "no son más que sufrimiento para el espíritu, pérdida de la inteligencia, dispersión de la gracia" (II, 3).

Esta advertencia vale para todo tipo de ocupaciones, incluidas las inherentes al gobierno de la Iglesia. El mensaje que, en este sentido, san Bernardo dirige al Pontífice, que había sido su discípulo en Claraval, es provocador: "Mira -escribe- a dónde te pueden arrastrar estas malditas ocupaciones, si sigues perdiéndote en ellas..., sin dejar nada de ti para ti mismo" (ib.). ¡Cuán útil es también para nosotros esta advertencia sobre la primacía de la oración y de la contemplación! Que san Bernardo, quien supo armonizar la aspiración del monje a la soledad y a la tranquilidad del claustro con la urgencia de misiones importantes y complejas al servicio de la Iglesia, nos ayude a hacerla realidad en nuestra existencia.

Encomendemos este difícil deseo de encontrar el equilibrio entre la interioridad y el trabajo necesario a la intercesión de la Virgen, a quien desde niño amó con tierna y filial devoción, hasta el punto de que mereció el título de "doctor mariano". Invoquémosla para que alcance el don de la paz auténtica y duradera para el mundo entero. San Bernardo, en un famoso discurso, compara a María con la estrella a la que los navegantes miran para no perder la ruta: "En el oleaje de las vicisitudes de este mundo, cuando en vez de caminar por tierra tienes la impresión de ser zarandeado entre las marolas y las tempestades, no quites los ojos del resplandor de esta estrella, si no quieres que te traguen las olas... Mira a la estrella, invoca a María... Si la sigues a ella, no te equivocarás de camino. Si ella te protege, no tendrás miedo; si ella te guía, no te cansarás; si ella te es propicia, llegarás a la meta" (Homilia super Missus est, II, 17).