ÁNGELUS
Domingo 10 de septiembre de 2006

Queridos hermanos y hermanas:

Antes de concluir con la bendición solemne esta celebración eucarística, recojámonos para rezar el Ángelus. Reflexionando en las lecturas de la misa, nos hemos dado cuenta de cuán necesario es, tanto para la vida de cada persona como para la convivencia serena y pacífica de todos, ver a Dios como centro de la realidad y como centro de nuestra vida personal. El ejemplo por excelencia de esa actitud es María, la Madre del Señor. Ella, durante toda su vida terrena, fue la Mujer de la escucha, la Virgen con el corazón abierto a Dios y a los hombres. Los fieles lo comprendieron desde los primeros siglos del cristianismo; por eso, en todas sus necesidades y tribulaciones se dirigieron a ella con confianza, invocando su ayuda y su intercesión ante Dios.

Lo testimonian aquí, en nuestra tierra bávara, centenares de iglesias y santuarios dedicados a ella. Son lugares en los que confluyen todo el año innumerables peregrinos para encomendarse al amor maternal y solícito de María. Aquí, en Munich, en el centro de la ciudad, se eleva la Mariensäule, ante la cual Baviera fue puesta solemnemente bajo la protección de la Madre de Dios hace precisamente 390 años, y donde también yo imploré ayer nuevamente la bendición de la Patrona Bavariae para la ciudad y el país.

Y ¡cómo no pensar de modo especial en el santuario de Altötting, adonde iré mañana en peregrinación! Allí tendré la alegría de inaugurar la nueva capilla de la Adoración, que precisamente en ese lugar es un signo elocuente del papel de María: ella es y sigue siendo la esclava del Señor, que nunca se pone en el centro, sino que quiere guiarnos hacia Dios, quiere enseñarnos un estilo de vida en el que se reconoce a Dios como centro de la realidad y de nuestra vida personal. A ella dirigimos ahora la plegaria del Ángelus.