ÁNGELUS
Domingo 22 de octubre de 2006
Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos hoy la LXXX Jornada mundial de las misiones, instituida por el Papa Pío XI, que dio un fuerte impulso a las misiones ad gentes y en el jubileo de 1925 promovió una grandiosa exposición, que se transformó después en la actual Colección etnológico-misionera de los Museos vaticanos.
Este año, en el tradicional Mensaje para dicha celebración, propuse como tema: "La caridad, alma de la misión". En efecto, la misión, si no está animada por el amor, se reduce a actividad filantrópica y social. A los cristianos, en cambio, se aplican las palabras del apóstol san Pablo: "El amor de Cristo nos apremia" (2Co 5, 14). La misma caridad que movió al Padre a mandar a su Hijo al mundo, y al Hijo a entregarse por nosotros hasta la muerte de cruz, fue derramada por el Espíritu Santo en el corazón de los creyentes. Así, todo bautizado, como sarmiento unido a la vid, puede cooperar a la misión de Jesús, que se resume en llevar a toda persona la buena nueva de que "Dios es amor" y, precisamente por esto, quiere salvar el mundo.
La misión brota del corazón: quien se detiene a rezar ante el Crucifijo, con la mirada puesta en el costado traspasado, no puede menos de experimentar en su interior la alegría de saberse amado y el deseo de amar y de ser instrumento de misericordia y reconciliación. Así le sucedió, hace exactamente 800 años, al joven Francisco de Asís, en la iglesita de San Damián, que entonces se hallaba destruida. Francisco oyó que Jesús, desde lo alto de la cruz, conservada ahora en la basílica de Santa Clara, le decía: "Ve y repara mi casa que, como ves, está en ruinas". Aquella "casa" era ante todo su misma vida, que debía "reparar" mediante una verdadera conversión; era la Iglesia, no la compuesta de ladrillos, sino de personas vivas, que siempre necesita purificación; era también la humanidad entera, en la que Dios quiere habitar. La misión brota siempre de un corazón transformado por el amor de Dios, como testimonian innumerables historias de santos y mártires, que de modos diferentes han consagrado su vida al servicio del Evangelio.
La misión es, por tanto, una obra en la que hay lugar para todos: para quien se compromete a realizar en su propia familia el reino de Dios; para quien vive con espíritu cristiano su trabajo profesional; para quien se consagra totalmente al Señor; para quien sigue a Jesús, buen Pastor, en el ministerio ordenado al pueblo de Dios; para quien, de modo específico, parte para anunciar a Cristo a cuantos aún no lo conocen.
Que María santísima nos ayude a vivir con renovado impulso, cada uno en la situación en la que la Providencia lo ha puesto, la alegría y la valentía de la misión.