ÁNGELUS
Martes 26 de diciembre de 2006
Queridos hermanos y hermanas:
Al día siguiente de la solemnidad de Navidad, celebramos hoy la fiesta de san Esteban, diácono y primer mártir. A primera vista, unir el recuerdo del "protomártir" y el nacimiento del Redentor puede sorprender por el contraste entre la paz y la alegría de Belén y el drama de san Esteban, lapidado en Jerusalén durante la primera persecución contra la Iglesia naciente. En realidad, esta aparente contraposición se supera si analizamos más a fondo el misterio de la Navidad. El Niño Jesús, que yace en la cueva, es el Hijo unigénito de Dios que se hizo hombre. Él salvará a la humanidad muriendo en la cruz. Ahora lo vemos en pañales en el pesebre; después de su crucifixión, será nuevamente envuelto con vendas y colocado en un sepulcro. No es casualidad que la iconografía navideña represente a veces al Niño divino recién nacido recostado en un pequeño sarcófago, para indicar que el Redentor nace para morir, nace para dar su vida como rescate por todos.
San Esteban fue el primero en seguir los pasos de Cristo con el martirio; murió, como el divino Maestro, perdonando y orando por sus verdugos (cf. Hch 7, 60). En los primeros cuatro siglos del cristianismo todos los santos venerados por la Iglesia eran mártires. Se trata de una multitud innumerable, que la liturgia llama "el blanco ejército de los mártires", martyrum candidatus exercitus. Su muerte no era motivo de miedo y tristeza, sino de entusiasmo espiritual, que suscitaba siempre nuevos cristianos. Para los creyentes, el día de la muerte, y más aún el día del martirio, no es el fin de todo, sino más bien el "paso" a la vida inmortal, es el día del nacimiento definitivo, en latín, el dies natalis. Así se comprende el vínculo que existe entre el dies natalis de Cristo y el dies natalis de san Esteban. Si Jesús no hubiera nacido en la tierra, los hombres no habrían podido nacer para el cielo. Precisamente porque Cristo nació, nosotros podemos "renacer".
También María, que estrechó entre sus brazos al Redentor en Belén, sufrió un martirio interior. Compartió su pasión y tuvo que tomarlo, una vez más, entre sus brazos cuando lo desclavaron de la cruz. A esta Madre, que experimentó la alegría del nacimiento y la angustia de la muerte de su divino Hijo, le encomendamos a los que son perseguidos y a los que sufren, de diversos modos, por testimoniar y servir al Evangelio. Con especial cercanía espiritual, pienso también en los católicos que mantienen su fidelidad a la Sede de Pedro sin ceder a componendas, a veces incluso a costa de graves sufrimientos. Toda la Iglesia admira su ejemplo y ruega para que tengan la fuerza de perseverar, sabiendo que sus tribulaciones son fuente de victoria, aunque por el momento puedan parecer un fracaso.
A todos, una vez más, ¡feliz Navidad!