ÁNGELUS
Domingo 18 de marzo de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
Acabo de volver del centro penitenciario de menores de Casal del Marmo, en Roma, que fui a visitar en este cuarto domingo de Cuaresma, llamado en latín domingo "Laetare", es decir, "Alégrate", por la primera palabra de la antífona de entrada de la liturgia de la misa. Hoy la liturgia nos invita a alegrarnos porque se acerca la Pascua, el día de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. Pero, ¿dónde se encuentra el manantial de la alegría cristiana sino en la Eucaristía, que Cristo nos ha dejado como alimento espiritual, mientras somos peregrinos en esta tierra? La Eucaristía alimenta en los creyentes de todas las épocas la alegría profunda, que está íntimamente relacionada con el amor y la paz, y que tiene su origen en la comunión con Dios y con los hermanos.
El martes pasado se presentó la exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis, que tiene como tema precisamente la Eucaristía, fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia. La elaboré recogiendo los frutos de la XI Asamblea general del Sínodo de los obispos, que se celebró en el Vaticano en octubre de 2005. Espero volver a reflexionar sobre este importante texto, pero ya desde ahora deseo subrayar que es expresión de la fe de la Iglesia universal en el misterio eucarístico, y está en continuidad con el concilio Vaticano II y el magisterio de mis venerados predecesores Pablo VI y Juan Pablo II.
En este documento quise poner de relieve, entre otras cosas, su vínculo con la encíclica Deus caritas est: por eso elegí como título Sacramentum caritatis, retomando una hermosa definición de la Eucaristía de santo Tomás de Aquino (cf. Summa Theol., III, q. 73, a. 3, ad 3), "Sacramento de la caridad". Sí, en la Eucaristía Cristo quiso darnos su amor, que lo impulsó a ofrecer en la cruz su vida por nosotros.
En la última Cena, al lavar los pies a sus discípulos, Jesús nos dejó el mandamiento del amor: "Como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros" (Jn 13, 34). Pero, dado que esto sólo es posible permaneciendo unidos a él, como sarmientos a la vid (cf. Jn 15, 1-8), decidió quedarse él mismo entre nosotros en la Eucaristía, para que nosotros pudiéramos permanecer en él. Por tanto, cuando nos alimentamos con fe de su Cuerpo y de su Sangre, su amor pasa a nosotros y nos capacita para dar, también nosotros, la vida por nuestros hermanos (cf. 1Jn 3, 16) y no vivir para nosotros mismos. De aquí brota la alegría cristiana, la alegría del amor y de ser amados.
"Mujer eucarística" por excelencia es María, obra maestra de la gracia divina: el amor de Dios la hizo inmaculada "en su presencia, en el amor" (cf. Ef 1, 4). Junto a ella, para custodiar al Redentor, Dios puso a san José, cuya solemnidad litúrgica celebraremos mañana. Invoco en particular a este gran santo, mi patrono, para que creyendo, celebrando y viviendo con fe el misterio eucarístico, el pueblo de Dios sea colmado del amor de Cristo y difunda sus frutos de alegría y paz a toda la humanidad.