ÁNGELUS
Domingo 10 de junio de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
La actual solemnidad del Corpus Christi, que en el Vaticano y en varias naciones ya se celebró el jueves pasado, nos invita a contemplar el misterio supremo de nuestra fe: la santísima Eucaristía, presencia real de nuestro Señor Jesucristo en el Sacramento del altar. Cada vez que el sacerdote renueva el sacrificio eucarístico, en la oración de consagración repite: "Esto es mi cuerpo... Esta es mi sangre". Lo dice prestando la voz, las manos y el corazón a Cristo, que ha querido quedarse con nosotros y ser el corazón latente de la Iglesia.
Pero también después de la celebración de los divinos misterios el Señor Jesús sigue vivo en el sagrario; por eso lo alabamos especialmente con la adoración eucarística, como recordé en la reciente exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis (cf. nn. 66-69). Más aún, existe un vínculo intrínseco entre la celebración y la adoración. En efecto, la santa misa es en sí misma el mayor acto de adoración de la Iglesia: "Nadie come de esta carne -escribe san Agustín-, sin antes adorarla" (Enarr. in Ps. 98, 9: CCL XXXIX, 1385). La adoración fuera de la santa misa prolonga e intensifica lo que ha acontecido en la celebración litúrgica, y hace posible una acogida verdadera y profunda de Cristo.
Hoy, además, en las comunidades cristianas de todas las partes del mundo se tiene la procesión eucarística, singular forma de adoración pública de la Eucaristía, enriquecida con hermosas y tradicionales manifestaciones de devoción popular. Quisiera aprovechar la oportunidad que me ofrece esta solemnidad para recomendar vivamente a los pastores y a todos los fieles la práctica de la adoración eucarística. Expreso mi aprecio a los institutos de vida consagrada, así como a las asociaciones y cofradías que se dedican de modo especial a la adoración eucarística: invitan a todos a poner a Cristo en el centro de nuestra vida personal y eclesial.
Asimismo, me alegra constatar que muchos jóvenes están descubriendo la belleza de la adoración, tanto personal como comunitaria. Invito a los sacerdotes a estimular a los grupos juveniles, y también a seguirlos, para que las formas de adoración comunitaria sean siempre apropiadas y dignas, con tiempos adecuados de silencio y de escucha de la palabra de Dios. En la vida actual, a menudo ruidosa y dispersiva, es más importante que nunca recuperar la capacidad de silencio interior y de recogimiento: la adoración eucarística permite hacerlo no sólo en torno al "yo", sino también en compañía del "Tú" lleno de amor que es Jesucristo, "el Dios cercano a nosotros".
Que la Virgen María, Mujer eucarística, nos introduzca en el secreto de la verdadera adoración. Su corazón, humilde y sencillo, estaba siempre centrado en el misterio de Jesús, en el que adoraba la presencia de Dios y de su Amor redentor. Que por su intercesión aumente en toda la Iglesia la fe en el Misterio eucarístico, la alegría de participar en la santa misa, especialmente en la del domingo, y el deseo de testimoniar la inmensa caridad de Cristo.