ÁNGELUS
Domingo 4 de noviembre de 2007

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy la liturgia presenta a nuestra meditación el conocido episodio evangélico del encuentro de Jesús con Zaqueo en la ciudad de Jericó. ¿Quién era Zaqueo? Un hombre rico, que ejercía el oficio de "publicano", es decir, de recaudador de impuestos por cuenta de la autoridad romana, y precisamente por eso era considerado un pecador público. Al saber que Jesús pasaría por Jericó, aquel hombre sintió un gran deseo de verlo, pero, como era bajo de estatura, se subió a un árbol. Jesús se detuvo precisamente bajo ese árbol y se dirigió a él llamándolo por su nombre: "Zaqueo, baja en seguida, porque hoy debo alojarme en tu casa" (Lc 19, 5). ¡Qué mensaje en esta sencilla frase!

"Zaqueo": Jesús llama por su nombre a un hombre despreciado por todos. "Hoy": sí, precisamente ahora ha llegado para él el momento de la salvación. "Tengo que alojarme": ¿por qué "debo"? Porque el Padre, rico en misericordia, quiere que Jesús vaya a "buscar y a salvar lo que estaba perdido" (Lc 19, 10). La gracia de aquel encuentro imprevisible fue tal que cambió completamente la vida de Zaqueo: "Mira -le dijo a Jesús-, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más" (Lc 19, 8). Una vez más el Evangelio nos dice que el amor, partiendo del corazón de Dios y actuando a través del corazón del hombre, es la fuerza que renueva el mundo.

Esta verdad resplandece de modo singular en el testimonio del santo cuya memoria se celebra hoy: san Carlos Borromeo, arzobispo de Milán. Su figura destaca en el siglo XVI como modelo de pastor ejemplar por su caridad, por su doctrina, por su celo apostólico y, sobre todo, por su oración: "Las almas -decía- se conquistan de rodillas". Consagrado obispo con tan sólo 25 años, puso en práctica las indicaciones del concilio de Trento, que imponía a los pastores residir en sus respectivas diócesis, y se dedicó totalmente a la Iglesia ambrosiana: la visitó en su totalidad tres veces; convocó seis sínodos provinciales y once diocesanos; fundó seminarios para formar una nueva generación de sacerdotes; construyó hospitales y destinó las riquezas de su familia al servicio de los pobres; defendió los derechos de la Iglesia contra los poderosos; renovó la vida religiosa e instituyó una nueva congregación de sacerdotes seculares: los Oblatos. En 1576, cuando en Milán se propagó la peste, visitó, confortó y gastó todos sus bienes por los enfermos. Su lema consistía en una sola palabra: "Humilitas". La humildad lo impulsó, como al Señor Jesús, a renunciar a sí mismo para convertirse en servidor de todos.

Recordando a mi venerado predecesor Juan Pablo II, que llevaba con devoción su nombre -hoy es su onomástico-, encomendamos a la intercesión de san Carlos a todos los obispos del mundo, sobre los cuales invocamos como siempre la protección celestial de María santísima, Madre de la Iglesia.