ÁNGELUS
Martes 1 de enero de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
Hemos comenzado un nuevo año y deseo que sea para todos sereno y fecundo. Lo encomiendo a la protección celestial de la Virgen, a la que la liturgia nos invita a invocar hoy con su título más antiguo y más importante, el de Madre de Dios. Con su "sí" al ángel, el día de la Anunciación, la Virgen concibió en su seno, por obra del Espíritu Santo, al Verbo eterno, y en la noche de Navidad lo dio a luz. En la plenitud de los tiempos, en Belén Jesús nació de María: el Hijo de Dios se hizo hombre por nuestra salvación y la Virgen se convirtió en verdadera Madre de Dios.
Este don inmenso que recibió María no está reservado sólo a ella; es para todos nosotros. En efecto, en su virginidad fecunda Dios entregó "a los hombres los bienes de la salvación eterna..., pues por medio de ella hemos recibido al autor de la vida" (cf. oración colecta). Por tanto, María, después de haber dado una carne mortal al unigénito Hijo de Dios, se convirtió en madre de los creyentes y de toda la humanidad.
Precisamente en el nombre de María, Madre de Dios y de los hombres, desde hace 40 años se celebra, el primer día del año, la Jornada mundial de la paz. El tema que escogí para esta ocasión es: "Familia humana, comunidad de paz". El mismo amor que edifica y mantiene unida a la familia, célula vital de la sociedad, hace que se establezcan entre los pueblos de la tierra las relaciones de solidaridad y colaboración que convienen a los miembros de la única familia humana. Lo recuerda el concilio Vaticano II cuando afirma que "todos los pueblos forman una única comunidad y tienen un mismo origen...; tienen también un único fin último, Dios" (Declaración Nostra aetate, 1).
Por tanto, existe una íntima relación entre familia, sociedad y paz. "Quien obstaculiza la institución familiar, aunque sea inconscientemente -afirmo en el Mensaje para esta Jornada de la paz-, hace que la paz de toda la comunidad, nacional e internacional, sea frágil, porque debilita lo que, de hecho, es la principal "agencia" de paz" (n. 5).
Y, también, "no vivimos unos al lado de otros por casualidad; todos estamos recorriendo un mismo camino como hombres y, por tanto, como hermanos y hermanas" (n. 6). Por tanto, es muy importante que cada uno asuma su responsabilidad ante Dios y reconozca en él el manantial originario de su existencia y de la de los demás. De esta conciencia brota un compromiso de convertir a la humanidad en una auténtica comunidad de paz, gobernada por una "ley común, que ayude a la libertad a ser realmente lo que debe ser, (...) y que proteja al débil del abuso del más fuerte" (n. 11).
Que María, Madre del Príncipe de la paz, sostenga a la Iglesia en su compromiso incansable al servicio de la paz, y ayude a la comunidad de los pueblos, que en el año 2008 celebra el sexagésimo aniversario de la Declaración universal de derechos humanos, a emprender un camino de auténtica solidaridad y de paz estable.