ÁNGELUS
Domingo 13 de enero de 2008



Queridos hermanos y hermanas:

Con la fiesta del Bautismo del Señor, que celebramos hoy, se concluye el tiempo litúrgico de Navidad. El Niño, a quien los Magos de Oriente vinieron a adorar en Belén, ofreciéndole sus dones simbólicos, lo encontramos ahora adulto, en el momento en que se hace bautizar en el río Jordán por el gran profeta Juan (cf. Mt 3, 13). El Evangelio narra que cuando Jesús, recibido el bautismo, salió del agua, se abrieron los cielos y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma (cf. Mt 3, 16). Se oyó entonces una voz del cielo que decía: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco" (Mt 3, 17). Esa fue su primera manifestación pública, después de casi treinta años de vida oculta en Nazaret.

Testigos oculares de ese singular acontecimiento fueron, además del Bautista, sus discípulos, algunos de los cuales se convirtieron desde entonces en seguidores de Cristo (cf. Jn 1, 35-40). Se trató simultáneamente de cristofanía y teofanía: ante todo, Jesús se manifestó como el Cristo, término griego para traducir el hebreo Mesías, que significa "ungido". Jesús no fue ungido con óleo a la manera de los reyes y de los sumos sacerdotes de Israel, sino con el Espíritu Santo. Al mismo tiempo, junto con el Hijo de Dios aparecieron los signos del Espíritu Santo y del Padre celestial.

¿Cuál es el significado de este acto, que Jesús quiso realizar -venciendo la resistencia del Bautista- para obedecer a la voluntad del Padre? (cf. Mt 3, 14-15). Su sentido profundo se manifestará sólo al final de la vida terrena de Cristo, es decir, en su muerte y resurrección. Haciéndose bautizar por Juan juntamente con los pecadores, Jesús comenzó a tomar sobre sí el peso de la culpa de toda la humanidad, como Cordero de Dios que "quita" el pecado del mundo (cf. Jn 1, 29). Obra que consumó en la cruz, cuando recibió también su "bautismo" (cf. Lc 12, 50). En efecto, al morir se "sumergió" en el amor del Padre y derramó el Espíritu Santo, para que los creyentes en él pudieran renacer de aquel manantial inagotable de vida nueva y eterna.

Toda la misión de Cristo se resume en esto: bautizarnos en el Espíritu Santo, para librarnos de la esclavitud de la muerte y "abrirnos el cielo", es decir, el acceso a la vida verdadera y plena, que será "sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría" (Spe salvi, 12).

Es lo que sucedió también a los trece niños a los cuales administré el sacramento del bautismo esta mañana en la capilla Sixtina. Invoquemos sobre ellos y sobre sus familiares la protección materna de María santísima. Y oremos por todos los cristianos, para que comprendan cada vez más el don del bautismo y se comprometan a vivirlo con coherencia, testimoniando el amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.