ÁNGELUS
Domingo 27 de abril de 1978
Queridos hermanos y hermanas:
Acaba de concluir en la basílica de San Pedro la celebración durante la cual he ordenado a veintinueve nuevos sacerdotes. Cada año, este es un momento de gracia especial y de gran fiesta: savia renovada penetra en el tejido de la comunidad, tanto eclesial como civil. Si la presencia de los sacerdotes es indispensable para la vida de la Iglesia, del mismo modo es valiosa para todos. En los Hechos de los Apóstoles se lee que el diácono Felipe llevó el Evangelio a una ciudad de Samaria; la gente acogió con entusiasmo su predicación, viendo también los signos prodigiosos que realizaba en favor de los enfermos: "La ciudad se llenó de alegría" (Hch 8, 8).
Como he recordado a los nuevos presbíteros durante la celebración eucarística, este es el sentido de la misión de la Iglesia y en particular de los sacerdotes: sembrar en el mundo la alegría del Evangelio. Donde se anuncia a Cristo con la fuerza del Espíritu Santo y se lo acoge con corazón abierto, la sociedad, aunque tenga muchos problemas, se transforma en "ciudad de la alegría", como reza el título de un célebre libro referido a la obra de la madre Teresa de Calcuta. Por tanto, mi deseo para los nuevos sacerdotes, por los cuales os invito a todos a rezar, es este: que en sus lugares de destino difundan la alegría y la esperanza que brotan del Evangelio.
En realidad, este es también el mensaje que llevé en los días pasados a Estados Unidos, en un viaje apostólico que tenía por lema estas palabras: "Christ our Hope", "Cristo, nuestra esperanza". Doy gracias a Dios porque bendijo abundantemente esta singular experiencia misionera y me concedió convertirme en instrumento de la esperanza de Cristo para esa Iglesia y para ese país. Al mismo tiempo, le doy gracias porque yo mismo fui confirmado en la esperanza por los católicos estadounidenses; en efecto, constaté una gran vitalidad y la voluntad decidida de vivir y testimoniar la fe en Jesús. El miércoles próximo, durante la audiencia general, hablaré más ampliamente de mi visita a Estados Unidos.
Hoy muchas Iglesias orientales celebran, según el calendario juliano, la gran solemnidad de Pascua. Deseo expresar a estos hermanos y hermanas nuestros mi fraterna cercanía espiritual. Los saludo cordialmente, pidiendo a Dios uno y trino que los confirme en la fe, los llene de la luz resplandeciente que brota de la resurrección del Señor y los consuele en las difíciles situaciones en las que a menudo deben vivir y testimoniar el Evangelio. Os invito a todos a uniros a mí para invocar a la Madre de Dios, a fin de que el camino del diálogo y de la colaboración, emprendido desde hace tiempo, lleve pronto a una comunión más completa entre todos los discípulos de Cristo, para que sean un signo cada vez más luminoso de esperanza para toda la humanidad.