ÁNGELUS
Domingo 17 de agosto de 2008

Castelgandolfo Queridos hermanos y hermanas: En este XX domingo del tiempo ordinario, la liturgia propone a nuestra reflexión las palabras del profeta Isaías: "A los extranjeros que se han dado al Señor, para servirlo, (...) los traeré a mi monte santo, los alegraré en mi casa de oración (...), porque mi casa es casa de oración y así la llamarán todos los pueblos" (Is 56, 6-7). A la universalidad de la salvación hace referencia también el apóstol san Pablo en la segunda lectura, así como la página evangélica que narra el episodio de la mujer cananea, una extranjera respecto a los judíos, a la que el Señor atendió por su gran fe. La palabra de Dios nos ofrece así la oportunidad de reflexionar sobre la universalidad de la misión de la Iglesia, constituida por pueblos de toda raza y cultura. Precisamente de aquí proviene la gran responsabilidad de la comunidad eclesial, llamada a ser casa hospitalaria para todos, signo e instrumento de comunión para toda la familia humana. Es sumamente importante, especialmente en nuestro tiempo, que toda comunidad cristiana tome cada vez más profundamente conciencia de ello, a fin de ayudar también a la sociedad civil a superar cualquier tentación que se pueda dar de racismo, de intolerancia y de exclusión, y a organizarse con opciones respetuosas de la dignidad de todo ser humano. Una de las grandes conquistas de la humanidad es en efecto precisamente la superación del racismo. Pero, desgraciadamente, se registran en diversos países nuevas manifestaciones preocupantes, vinculadas a menudo a problemas sociales y económicos, que sin embargo jamás pueden justificar el desprecio y la discriminación racial. Oremos para que por doquier crezca el respeto a toda persona, junto a la conciencia responsable de que sólo en la acogida recíproca de todos se puede construir un mundo marcado por auténtica justicia y paz verdadera. Hoy os propongo rezar por otra intención, dadas las noticias que llegan de numerosos y graves accidentes de tráfico, especialmente en este período. No debemos acostumbrarnos a esta triste realidad. Efectivamente, demasiado precioso es el bien de la vida humana y demasiado indigno del hombre es morir o encontrarse inválido por causas que, en la mayor parte de los casos, se podrían evitar. Es necesario ciertamente mayor sentido de responsabilidad. Ante todo, por parte de los automovilistas, porque los accidentes se deben a menudo a la excesiva velocidad y a comportamientos imprudentes. Conducir un vehículo por las calles públicas requiere sentido moral y sentido cívico. Para promocionar este último es indispensable la constante obra de prevención, vigilancia y represión por parte de las autoridades competentes. Como Iglesia, en cambio, nos sentimos interpelados directamente en el plano ético: los cristianos ante todo deben hacer un examen de conciencia personal sobre la propia conducta de automovilistas; asimismo, las comunidades eduquen a todos a considerar también la conducción como un campo de defensa de la vida y de ejercicio concreto del amor al prójimo. Encomendemos las problemáticas sociales que he recordado a la materna intercesión de María, a la que ahora invocamos juntos con el rezo del Ángelus.