ÁNGELUS
Domingo 28 de septiembre de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy la liturgia nos propone la parábola evangélica de los dos hijos enviados por el padre a trabajar en su viña. De estos, uno le dice inmediatamente que sí, pero después no va; el otro, en cambio, de momento rehúsa, pero luego, arrepintiéndose, cumple el deseo paterno. Con esta parábola Jesús reafirma su predilección por los pecadores que se convierten, y nos enseña que se requiere humildad para acoger el don de la salvación. También san Pablo, en el pasaje de la carta a los Filipenses que hoy meditamos, nos exhorta a la humildad: "No hagáis nada por rivalidad, ni por vanagloria -escribe-, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismos" (Flp 2, 3). Estos son los mismos sentimientos de Cristo, que, despojándose de la gloria divina por amor a nosotros, se hizo hombre y se humilló hasta morir crucificado (cf. Flp 2, 5-8). El verbo utilizado -ekenosen- significa literalmente que "se vació a sí mismo", y pone bien de relieve la humildad profunda y el amor infinito de Jesús, el Siervo humilde por excelencia.
Reflexionando sobre estos textos bíblicos, he pensado inmediatamente en el Papa Juan Pablo I, de cuya muerte se celebra hoy el trigésimo aniversario. Eligió como lema episcopal el mismo de san Carlos Borromeo: Humilitas. Una sola palabra que sintetiza lo esencial de la vida cristiana e indica la virtud indispensable de quien, en la Iglesia, está llamado al servicio de la autoridad. En una de las cuatro audiencias generales que tuvo durante su brevísimo pontificado, dijo entre otras cosas, con el tono familiar que lo caracterizaba: "Me limito a recordaros una virtud muy querida del Señor, que dijo: "Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón"... Aun si habéis hecho cosas grandes, decid: siervos inútiles somos". Y agregó: "En cambio la tendencia de todos nosotros es más bien lo contrario: ponerse en primera fila" (Audiencia general, 6 de septiembre de 1978: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de septiembre de 1978, p. 11). La humildad puede considerarse como su testamento espiritual.
Precisamente gracias a esta virtud, bastaron treinta y tres días para que el Papa Luciani entrara en el corazón de la gente. En sus discursos ponía ejemplos tomados de hechos de la vida concreta, de sus recuerdos de familia y de la sabiduría popular. Su sencillez transmitía una enseñanza sólida y rica, que, gracias al don de una memoria excepcional y una vasta cultura, adornaba con numerosas citas de escritores eclesiásticos y profanos. Así, fue un catequista incomparable, siguiendo las huellas de san Pío x, su paisano y predecesor, primero en la cátedra de san Marcos y después en la de san Pedro. "Tenemos que sentirnos pequeños ante Dios", dijo en esa misma audiencia. Y añadió: "No me avergüenzo de sentirme como un niño ante su madre; a la madre se le cree; yo creo al Señor y creo lo que él me ha revelado" (ib., p. 4). Estas palabras muestran toda la grandeza de su fe. A la vez que damos gracias a Dios por haberlo dado a la Iglesia y al mundo, atesoremos su ejemplo, comprometiéndonos a cultivar su misma humildad, que lo capacitó para hablar con todos, especialmente con los pequeños y con los así llamados lejanos. Con este fin, invoquemos a María santísima, humilde Esclava del Señor.