ÁNGELUS
Domingo 4 de enero de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

La liturgia nos propone volver a meditar en el mismo Evangelio proclamado en el día de Navidad, es decir, el Prólogo de san Juan. Después del bullicio de los días pasados con el afán de comprar regalos, la Iglesia nos invita a contemplar de nuevo el misterio del Nacimiento de Cristo para comprender mejor su profundo significado y su importancia para nuestra vida. Se trata de un texto admirable que ofrece una síntesis vertiginosa de toda la fe cristiana.

Comienza por lo alto: "En el principio existía el Verbo y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios" (Jn 1, 1); he aquí la novedad inaudita y humanamente inconcebible: "El Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros" (Jn 1, 14 a). No es una figura retórica, sino una experiencia vivida. La refiere san Juan, testigo ocular: "Hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14 b). No es la palabra erudita de un rabino o de un doctor de la ley, sino el testimonio apasionado de un humilde pescador que, atraído en su juventud por Jesús de Nazaret, en los tres años de vida común con él y con los demás Apóstoles, experimentó su amor -hasta el punto de definirse a sí mismo "el discípulo al que Jesús amaba"-, lo vio morir en la cruz y aparecerse resucitado, y junto con los demás recibió su Espíritu. De toda esta experiencia, meditada en su corazón, san Juan sacó una certeza íntima: Jesús es la Sabiduría de Dios encarnada, es su Palabra eterna, que se hizo hombre mortal.

Para un verdadero israelita, que conoce las Sagradas Escrituras, esto no es una contradicción; al contrario, es el cumplimiento de toda la antigua Alianza: en Jesucristo llega a su plenitud el misterio de un Dios que habla a los hombres como a amigos, que se revela a Moisés en la Ley, a los sabios y a los profetas. Conociendo a Jesús, estando con él, escuchando su predicación y viendo los signos que realizaba, los discípulos reconocieron que en él se cumplían todas las Escrituras. Como afirmará después un autor cristiano: "Toda la divina Escritura constituye un único libro y este libro único es Cristo, habla de Cristo y encuentra en Cristo su cumplimiento" (Hugo de San Víctor, De arca Noe, 2, 8).

Cada hombre y cada mujer necesita encontrar un sentido profundo para su propia existencia. Y para esto no bastan los libros, ni siquiera las Sagradas Escrituras. El Niño de Belén nos revela y nos comunica el verdadero "rostro" de Dios, bueno y fiel, que nos ama y no nos abandona ni siquiera en la muerte. "A Dios nadie lo ha visto jamás -concluye el Prólogo de san Juan-: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado" (Jn 1, 18).

La primera que abrió el corazón y contempló "al Verbo que se hizo carne" fue María, la Madre de Jesús. Una humilde muchacha de Galilea se convirtió así en la "sede de la Sabiduría". Al igual que el apóstol san Juan, cada uno de nosotros está invitado a "acogerla en su casa" (cf. Jn 19, 27), para conocer profundamente a Jesús y experimentar el amor fiel e inagotable. Este es mi deseo para cada uno de vosotros, queridos hermanos y hermanas, al inicio de este año nuevo.