ÁNGELUS
V Domingo de Cuaresma, 29 de marzo de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
Ante todo, deseo dar gracias a Dios y a todos los que, de diferentes maneras, colaboraron en el éxito del viaje apostólico que realicé a África durante los días pasados, e invoco la abundancia de las bendiciones del cielo sobre las semillas sembradas en tierra africana. Me propongo hablar más ampliamente de esta significativa experiencia pastoral el próximo miércoles durante la audiencia general, pero no puedo dejar de aprovechar esta ocasión para manifestar la profunda emoción que experimenté al encontrarme con las comunidades católicas y las poblaciones de Camerún y Angola.
Sobre todo, me impresionaron dos aspectos, ambos muy importantes. El primero es la alegría visible en el rostro de la gente, la alegría de sentirse parte de la única familia de Dios, y doy gracias al Señor por haber podido compartir con las multitudes de estos hermanos y hermanas nuestros momentos de fiesta sencilla, comunitaria y llena de fe.
El segundo aspecto es precisamente el fuerte sentido de lo sagrado que se respiraba en las celebraciones litúrgicas, característica común a todos los pueblos africanos, que se manifestó, podría decir, en cada momento de mi estancia entre esas queridas poblaciones. La visita me permitió ver y comprender mejor la realidad de la Iglesia en África en la variedad de sus experiencias y de los desafíos que debe afrontar en este tiempo.
Pensando precisamente en los desafíos que marcan el camino de la Iglesia en el continente africano, y en cualquier otra parte del mundo, constatamos cuán actuales son las palabras del Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma. Jesús, en la inminencia de su pasión, declara: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24). Ya no es hora de palabras y discursos; ha llegado la hora decisiva, para la cual ha venido al mundo el Hijo de Dios y, a pesar de que su alma está turbada, se muestra dispuesto a cumplir hasta el fondo la voluntad del Padre. Y la voluntad de Dios es darnos la vida eterna que hemos perdido. Pero para que esto se realice es necesario que Jesús muera, como un grano de trigo que Dios Padre ha sembrado en el mundo, pues sólo así podrá germinar y crecer una nueva humanidad, libre del dominio del pecado y capaz de vivir en fraternidad, como hijos e hijas del único Padre que está en los cielos.
En la gran fiesta de la fe que vivimos juntos en África, experimentamos que esta nueva humanidad está viva, a pesar de sus límites humanos. Donde los misioneros, como Jesús, han dado y siguen dando su vida por el Evangelio, se recogen abundantes frutos. A ellos en particular deseo expresar mi gratitud por el bien que hacen. Se trata de religiosas, religiosos, laicos y laicas. Para mí fue hermoso ver el fruto de su amor a Cristo y constatar el profundo agradecimiento que los cristianos sienten por ellos. Demos gracias a Dios por ello y oremos a María santísima para que en todo el mundo se difunda el mensaje de esperanza y de amor de Cristo.