Regina Cæli con los ordinarios de Tierra Santa
Cenáculo, Jerusalén, martes 12 de mayo de 2009
Queridos hermanos en el episcopado; querido padre custodio:
Con gran alegría os saludo, Ordinarios de Tierra Santa, en este Cenáculo donde, según la tradición, el Señor abrió su corazón a los discípulos que había elegido y celebró el Misterio pascual, y donde el Espíritu Santo el día de Pentecostés impulsó a los primeros discípulos a ir y predicar la buena nueva. Doy las gracias al padre Pizzaballa por las cordiales palabras de bienvenida que me ha dirigido en vuestro nombre. Vosotros representáis a las comunidades católicas de Tierra Santa que, en su fe y devoción, son como las lámparas encendidas que iluminan los santos lugares que recibieron la gracia de la presencia de Jesús, nuestro Señor vivo. Este privilegio único os da a vosotros y a vuestro pueblo un lugar especial de afecto en mi corazón como Sucesor de Pedro.
"Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). El Cenáculo recuerda la última Cena de nuestro Señor con Pedro y los demás Apóstoles e invita a la Iglesia a una contemplación orante. Con estos sentimientos nos encontramos juntos, el Sucesor de Pedro con los sucesores de los Apóstoles, en el mismo lugar donde Jesús con la ofrenda de su cuerpo y de su sangre reveló las nuevas profundidades de la alianza de amor establecida entre Dios y su pueblo.
En el Cenáculo el misterio de gracia y salvación, del que somos destinatarios y también heraldos y ministros, sólo se puede expresar en términos de amor. Dado que él nos ha amado primero y sigue amándonos, podemos responder con amor (cf. Deus caritas est, 2). Nuestra vida cristiana no es simplemente un esfuerzo humano por vivir las exigencias del Evangelio que se nos imponen como deberes. La Eucaristía nos introduce en el misterio del amor divino. Nuestra vida se convierte en una aceptación agradecida, dócil y activa de la fuerza de un amor que se nos ha dado. Este amor transformador, que es gracia y verdad (cf. Jn 1, 17), nos invita a superar, individualmente y como comunidad, la tentación de replegarnos sobre nosotros mismos en el egoísmo, la indolencia, el aislamiento, el prejuicio o el miedo, y a entregarnos generosamente al Señor y a los demás. Nos lleva como comunidad cristiana a ser fieles a nuestra misión con franqueza y valentía (cf. Hch 4, 13). En el buen Pastor, que da su vida por su rebaño, en el Maestro que lava los pies a sus discípulos, mis queridos hermanos, encontráis el modelo de vuestro ministerio al servicio de nuestro Dios que promueve el amor y la comunión.
La llamada a la comunión de mente y corazón, tan íntimamente unida al mandamiento del amor y al papel central unificador de la Eucaristía en nuestra vida, tiene especial importancia en Tierra Santa. Las diferentes Iglesias cristianas presentes aquí representan un rico y variado patrimonio espiritual y son signo de las múltiples formas de interacción entre el Evangelio y las diversas culturas. También nos recuerdan que la misión de la Iglesia consiste en predicar el amor universal de Dios y en reunir a todos los que él llama, de lejos y de cerca, de manera que, con sus tradiciones y sus talentos, formen una única familia de Dios.
Nuestro tiempo, especialmente desde el concilio Vaticano ii, se ha caracterizado por un nuevo impulso espiritual hacia la comunión en la diversidad dentro de la Iglesia católica y por una nueva conciencia ecuménica. El Espíritu mueve suavemente nuestro corazón hacia la humildad y la paz, hacia la aceptación recíproca, la comprensión y la cooperación. Esta disposición interior a la unidad bajo el impulso del Espíritu Santo es decisiva para que los cristianos realicen su misión en el mundo (cf. Jn 17, 21).
La presencia cristiana en Tierra Santa y en las regiones vecinas será viva en la medida en que el don del amor se acepta y crece en la Iglesia. Esta presencia es de suma importancia para el bien de toda la sociedad. Las palabras claras de Jesús sobre la íntima unión entre el amor a Dios y el amor al prójimo, sobre la misericordia y la compasión, sobre la mansedumbre, la paz y el perdón son una levadura capaz de transformar los corazones y plasmar las acciones. Los cristianos en Oriente Medio, juntamente con las demás personas de buena voluntad, están contribuyendo, como ciudadanos leales y responsables, a pesar de las dificultades y las restricciones, a la promoción y la consolidación de un clima de paz en la diversidad. Quiero repetir lo que dije en mi Mensaje de Navidad del año 2006 a los católicos en Oriente Medio: "Os manifiesto con afecto mi cercanía personal en la situación de inseguridad humana, de sufrimiento diario, de temor y de esperanza que estáis viviendo. A vuestras comunidades repito, ante todo, las palabras del Redentor: "No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino" (Lc 12, 32)" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de enero de 2007, p. 7).
Queridos hermanos en el episcopado, contad con mi apoyo y mi aliento mientras hacéis todo lo posible para ayudar a nuestros hermanos y hermanas cristianos a permanecer y prosperar aquí, en la tierra de sus antepasados, y a ser mensajeros y promotores de paz. Aprecio vuestros esfuerzos por ofrecerles, como a ciudadanos maduros y responsables, asistencia espiritual, valores y principios que les ayuden a desempeñar su papel en la sociedad. Mediante la enseñanza, la preparación profesional y otras iniciativas sociales y económicas, se podrá sostener y mejorar su situación. Por mi parte, renuevo mi llamamiento a los hermanos y hermanas de todo el mundo a apoyar y recordar en sus oraciones a las comunidades cristianas de Tierra Santa y Oriente Medio.
En este contexto, deseo expresar mi aprecio por el servicio prestado a los numerosos peregrinos y visitantes que vienen a Tierra Santa buscando inspiración y renovación tras las huellas de Jesús. La historia del Evangelio, cuando se contempla en su ambiente histórico y geográfico, cobra vida y color, y permite comprender más claramente el significado de las palabras y los hechos del Señor. Muchas experiencias memorables de peregrinos de Tierra Santa han sido posibles también gracias a la hospitalidad y guía fraterna brindada por vosotros, especialmente por los frailes franciscanos de la Custodia. Por este servicio quiero aseguraros el aprecio y la gratitud de la Iglesia universal y expreso el deseo de que, en el futuro, venga aquí de visita un número de peregrinos aún mayor.
Queridos hermanos, al dirigir juntos nuestra gozosa oración a María, Reina del cielo, pongamos con confianza en sus manos el bienestar y la renovación espiritual de todos los cristianos que viven en Tierra Santa, de manera que, bajo la guía de sus pastores, crezcan en la fe, en la esperanza y en la caridad, y perseveren en su misión de promotores de comunión y de paz.