REGINA CAELI
Domingo de Pentecostés, 31 de mayo de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

La Iglesia esparcida por el mundo entero revive hoy, solemnidad de Pentecostés, el misterio de su nacimiento, de su "bautismo" en el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 5), que tuvo lugar en Jerusalén cincuenta días después de la Pascua, precisamente en la fiesta judía de Pentecostés. Jesús resucitado había dicho a sus discípulos: "Permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto" (Lc 24, 49). Esto aconteció de forma sensible en el Cenáculo, mientras se encontraban todos reunidos en oración junto con María, la Virgen Madre.

Como leemos en los Hechos de los Apóstoles, de repente aquel lugar se vio invadido por un viento impetuoso, y unas lenguas como de fuego se posaron sobre cada uno de los presentes. Los Apóstoles salieron entonces y comenzaron a proclamar en diversas lenguas que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, que murió y resucitó (cf. Hch 2, 1-4). El Espíritu Santo, que con el Padre y el Hijo creó el universo, que guió la historia del pueblo de Israel y habló por los profetas, que en la plenitud de los tiempos cooperó a nuestra redención, en Pentecostés bajó sobre la Iglesia naciente y la hizo misionera, enviándola a anunciar a todos los pueblos la victoria del amor divino sobre el pecado y sobre la muerte.

El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia. Sin él, ¿a qué se reduciría? Ciertamente, sería un gran movimiento histórico, una institución social compleja y sólida, tal vez una especie de agencia humanitaria. Y en verdad es así como la consideran quienes la ven desde fuera de la perspectiva de la fe. Pero, en realidad, en su verdadera naturaleza y también en su presencia histórica más auténtica, la Iglesia es plasmada y guiada sin cesar por el Espíritu de su Señor. Es un cuerpo vivo, cuya vitalidad es precisamente fruto del Espíritu divino invisible.

Queridos amigos, este año la solemnidad de Pentecostés cae en el último día del mes de mayo, en el que habitualmente se celebra la hermosa fiesta mariana de la Visitación. Este hecho nos invita a dejarnos inspirar y, en cierto modo, instruir por la Virgen María, la cual fue protagonista de ambos acontecimientos. En Nazaret ella recibió el anuncio de su singular maternidad e, inmediatamente después de haber concebido a Jesús por obra del Espíritu Santo, fue impulsada por el mismo Espíritu de amor a acudir en ayuda de su anciana prima Isabel, que ya se encontraba en el sexto mes de una gestación también prodigiosa. La joven María, que, llevando en su seno a Jesús y olvidándose de sí misma, acude en ayuda del prójimo, es icono estupendo de la Iglesia en la perenne juventud del Espíritu, de la Iglesia misionera del Verbo encarnado, llamada a llevarlo al mundo y a testimoniarlo especialmente en el servicio de la caridad.

Invoquemos, por tanto, la intercesión de María santísima, para que obtenga a la Iglesia de nuestro tiempo la gracia de ser poderosamente fortalecida por el Espíritu Santo. Que sientan la presencia consoladora del Paráclito en especial las comunidades eclesiales que sufren persecución por el nombre de Cristo, para que, participando en sus sufrimientos, reciban en abundancia el Espíritu de la gloria (cf. 1P 4, 13-14).