ÁNGELUS
Les Combes, Valle de Aosta. Domingo 26 de julio
Queridos hermanos y hermanas:
¡Feliz domingo a todos vosotros! Nos encontramos aquí, en Les Combes, junto a la acogedora casa que los salesianos ponen a disposición del Papa, donde ya estoy concluyendo el período de descanso entre las bellas montañas del Valle de Aosta. Doy gracias a Dios, que me ha concedido la alegría de estas jornadas caracterizadas por una auténtica distensión, a pesar del pequeño infortunio que bien conocéis y que es visible.
Aprovecho la ocasión para agradecer con afecto a cuantos se apresuraron a estar cerca de mí con discreción y con gran entrega. Saludo al cardenal Poletto y a los obispos presentes, en particular al obispo de Aosta, monseñor Giuseppe Anfossi, a quien agradezco las palabras que me ha dirigido. Saludo cordialmente al párroco de Les Combes, a las autoridades civiles y militares, a las Fuerzas del orden y a todos vosotros, queridos amigos, así como a quienes están unidos a nosotros a través de la radio y la televisión.
Hoy, en este espléndido domingo, en el que el Señor nos muestra toda la belleza de su creación, la liturgia prevé como página evangélica el inicio del capítulo VI de san Juan, que contiene al principio el milagro de los panes, cuando Jesús dio de comer a miles de personas con sólo cinco panes y dos peces; a continuación, el otro prodigio del Señor caminando sobre las aguas del lago en medio de la tempestad; y, por último, el discurso en el que él se revela como "el pan de vida".
Al narrar el "signo" de los panes, el evangelista subraya que Cristo, antes de distribuirlos, los bendijo con una oración de acción de gracias (cf. Jn 6, 11). El verbo griego es eucharistein, y remite directamente al relato de la última Cena, en el que, de hecho, san Juan no refiere la institución de la Eucaristía, sino el lavatorio de los pies. La Eucaristía aquí está como anticipada en el gran signo del pan de vida.
En este Año sacerdotal, cómo no recordar que especialmente nosotros, los sacerdotes, podemos reflejarnos en este texto joánico, identificándonos con los Apóstoles cuando dicen: ¿Dónde vamos a comprar pan para toda esta gente? Y al leer sobre aquel anónimo muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces, también se nos ocurre espontáneamente decir: ¿pero qué es esto para tan gran multitud? En otras palabras: ¿qué soy yo? ¿Cómo puedo, con mis limitaciones, ayudar a Jesús en su misión? Y la respuesta la da el Señor: los sacerdotes, nosotros los sacerdotes, precisamente poniendo en sus manos "santas y venerables" lo poco que somos, nos convertimos en instrumentos de salvación para muchos, para todos.
Me suscita un segundo punto de reflexión la memoria de hoy de los santos Joaquín y Ana, padres de la Virgen y, por lo tanto, abuelos de Jesús. Esta memoria litúrgica hace pensar en el tema de la educación, que ocupa un lugar importante en la pastoral de la Iglesia. En particular, nos invita a rezar por los abuelos, que en la familia son los depositarios y a menudo los testigos de los valores fundamentales de la vida. La tarea educativa de los abuelos siempre es muy importante, más todavía cuando, por distintas razones, los padres no pueden asegurar una presencia adecuada junto a sus hijos cuando están creciendo.
Encomiendo a la protección de santa Ana y de san Joaquín a todos los abuelos del mundo, impartiéndoles una bendición especial. Que la Virgen María, quien -según una bella iconografía- aprendió a leer las Sagradas Escrituras en las rodillas de su madre Ana, les ayude a alimentar siempre la fe y la esperanza en las fuentes de la Palabra de Dios.