ÁNGELUS
Plaza de San Pedro, Domingo 22 de noviembre de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

En este último domingo del año litúrgico celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo, una fiesta de institución relativamente reciente, pero que tiene profundas raíces bíblicas y teológicas. El título de "rey", referido a Jesús, es muy importante en los Evangelios y permite dar una lectura completa de su figura y de su misión de salvación. Se puede observar una progresión al respecto: se parte de la expresión "rey de Israel" y se llega a la de rey universal, Señor del cosmos y de la historia; por lo tanto, mucho más allá de las expectativas del pueblo judío. En el centro de este itinerario de revelación de la realeza de Jesucristo está, una vez más, el misterio de su muerte y resurrección. Cuando crucificaron a Jesús, los sacerdotes, los escribas y los ancianos se burlaban de él diciendo: "Es el rey de Israel: que baje ahora de la cruz y creeremos en él" (Mt 27, 42). En realidad, precisamente porque era el Hijo de Dios, Jesús se entregó libremente a su pasión, y la cruz es el signo paradójico de su realeza, que consiste en la voluntad de amor de Dios Padre por encima de la desobediencia del pecado. Precisamente ofreciéndose a sí mismo en el sacrificio de expiación Jesús se convierte en el Rey del universo, como declarará él mismo al aparecerse a los Apóstoles después de la resurrección: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra." (Mt 28, 18).

Pero, ¿en qué consiste el "poder" de Jesucristo Rey? No es el poder de los reyes y de los grandes de este mundo; es el poder divino de dar la vida eterna, de librar del mal, de vencer el dominio de la muerte. Es el poder del Amor, que sabe sacar el bien del mal, ablandar un corazón endurecido, llevar la paz al conflicto más violento, encender la esperanza en la oscuridad más densa. Este Reino de la gracia nunca se impone y siempre respeta nuestra libertad. Cristo vino "para dar testimonio de la verdad" (Jn 18, 37) –como declaró ante Pilato–: quien acoge su testimonio se pone bajo su "bandera", según la imagen que gustaba a san Ignacio de Loyola. Por lo tanto, es necesario –esto sí– que cada conciencia elija: ¿a quién quiero seguir? ¿A Dios o al maligno? ¿La verdad o la mentira? Elegir a Cristo no garantiza el éxito según los criterios del mundo, pero asegura la paz y la alegría que sólo él puede dar. Lo demuestra, en todas las épocas, la experiencia de muchos hombres y mujeres que, en nombre de Cristo, en nombre de la verdad y de la justicia, han sabido oponerse a los halagos de los poderes terrenos con sus diversas máscaras, hasta sellar su fidelidad con el martirio.

Queridos hermanos y hermanas, cuando el ángel Gabriel llevó el anuncio a María, le predijo que su Hijo heredaría el trono de David y reinaría para siempre (cf. Lc 1, 32-33). Y la Virgen santísima creyó antes de darlo al mundo. Sin duda se preguntó qué nuevo tipo de realeza sería la de Jesús, y lo comprendió escuchando sus palabras y sobre todo participando íntimamente en el misterio de su muerte en la cruz y de su resurrección. Pidamos a María que nos ayude también a nosotros a seguir a Jesús, nuestro Rey, como hizo ella, y a dar testimonio de él con toda nuestra existencia.

Después del Ángelus

Hoy, en Nazaret, se celebra la ceremonia de beatificación de sor María Alfonsina Danil Ghattas, que nació en Jerusalén en 1843 en una familia cristiana de diecinueve hijos. Muy pronto descubrió la vocación a la vida religiosa, por la que se apasionó a pesar de las dificultades iniciales que le planteó su familia. Fundó una congregación formada sólo por mujeres del lugar, con la finalidad de la enseñanza religiosa, para vencer el analfabetismo y elevar las condiciones de la mujer de aquel tiempo en la tierra donde Jesús mismo exaltó su dignidad. Punto central de la espiritualidad de esta nueva beata es su intensa devoción a la Virgen María, modelo luminoso de vida totalmente consagrada a Dios: el santo rosario era su oración continua, su ancla de salvación, su fuente de gracias. La beatificación de esta figura de mujer tan significativa es un consuelo especialmente para la comunidad católica en Tierra Santa y una invitación a encomendarse siempre, con esperanza firme, a la divina Providencia y a la protección materna de María.

Ayer, memoria de la Presentación de la Santísima Virgen María en el templo, se celebró la Jornada pro orantibus, en favor de las comunidades religiosas de clausura. Aprovecho de buen grado la ocasión para dirigirles mi saludo cordial, renovando a todos la invitación a sostenerlas en sus necesidades. En esta circunstancia, me alegra también dar las gracias públicamente a las monjas que se han sucedido en el pequeño monasterio del Vaticano: clarisas, carmelitas, benedictinas y, desde hace poco, visitandinas. Vuestra oración, queridas hermanas, es muy valiosa para mi ministerio.