ÁNGELUS
Plaza de San Pedro, Domingo 10 de enero de 2010

Queridos hermanos y hermanas:

Esta mañana, durante la santa misa celebrada en la Capilla Sixtina, he administrado el sacramento del Bautismo a varios recién nacidos. Esta costumbre está unida a la fiesta del Bautismo del Señor, con la que se concluye el tiempo litúrgico de la Navidad. El Bautismo expresa muy bien el sentido global de las festividades navideñas, en las que el tema de llegar a ser hijos de Dios gracias a la venida del Hijo unigénito en nuestra humanidad constituye un elemento dominante. Él se hizo hombre para que nosotros podamos llegar a ser hijos de Dios. Dios nació para que nosotros podamos renacer. Estos conceptos aparecen continuamente en los textos litúrgicos navideños y constituyen un motivo entusiasmante de reflexión y esperanza. Pensemos en lo que escribe san Pablo a los Gálatas: "Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4, 4-5); o en lo que dice san Juan en el Prólogo de su Evangelio: "A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios" (Jn 1, 12). Este estupendo misterio, que constituye nuestro "segundo nacimiento" –el renacimiento de un ser humano de lo alto, de Dios (cf. Jn 3, 1-8)– se realiza y se resume en el signo sacramental del Bautismo.

Con este sacramento el hombre se convierte realmente en hijo, en hijo de Dios. Desde ese momento el fin de su existencia consiste en alcanzar de manera libre y consciente aquello que desde el inicio era y es el destino del hombre. "Conviértete en lo que eres", constituye el principio educativo básico de la persona humana redimida por la gracia. Este principio tiene muchas analogías con el crecimiento humano, en el que la relación de los padres con los hijos pasa, a través de alejamientos y crisis, de la dependencia total a la conciencia de ser hijo, al agradecimiento por el don de la vida recibida, y a la madurez y la capacidad de dar la vida. Engendrado por el Bautismo a una nueva vida, también el cristiano comienza su camino de crecimiento en la fe que lo llevará a invocar conscientemente a Dios como "Abbá - Padre", a dirigirse a él con gratitud y a vivir la alegría de ser su hijo.

Del Bautismo deriva también un modelo de sociedad: la de los hermanos. La fraternidad no se puede establecer mediante una ideología y mucho menos por decreto de un poder constituido. Nos reconocemos hermanos a partir de la humilde y profunda conciencia del ser hijos del único Padre celestial. Como cristianos, gracias al Espíritu Santo, recibido en el Bautismo, se nos ha concedido el don y el compromiso de vivir como hijos de Dios y como hermanos, para ser como "levadura" de una humanidad nueva, solidaria y llena de paz y esperanza. En esto nos ayuda la conciencia de tener, además de un Padre en los cielos, también una madre, la Iglesia, de la que la Virgen María es modelo perenne. A ella le encomendamos los niños recién bautizados y sus familias, y le pedimos para todos la alegría de renacer cada día "de lo alto", del amor de Dios, que nos hace sus hijos y hermanos entre nosotros.

Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas, dos hechos me han llamado particularmente la atención en estos últimos días: el caso de la situación de los emigrantes, que buscan una vida mejor en países que, por diferentes motivos, tienen necesidad de su presencia, y las situaciones de conflicto, en varias partes del mundo, en las que los cristianos son objeto de ataques, en ocasiones violentos.

Es necesario partir del corazón del problema. Hay que partir del significado de la persona. Un inmigrante es un ser humano, diferente por proveniencia, cultura y tradiciones, pero es una persona que hay que respetar, y que tiene derechos y deberes, en particular en el ámbito laboral, donde es más fácil la tentación de la explotación, así como en el ámbito de las condiciones concretas de vida. La violencia no debe ser nunca, para nadie, la manera de resolver las dificultades. El problema es ante todo humano. Invito a contemplar el rostro del otro y a descubrir que tiene un alma, una historia y una vida: es una persona y Dios lo ama como me ama a mí.

Quisiera hacer consideraciones similares por lo que se refiere al hombre en su diversidad religiosa. La violencia contra los cristianos en algunos países ha suscitado la indignación de muchos, entre otras razones porque se ha producido en los días más sagrados de la tradición cristiana. Es necesario que tanto las instituciones políticas como las religiosas–lo repito– no dejen de cumplir su deber. No puede haber violencia en el nombre de Dios, ni se puede pensar en honrarlo ofendiendo la dignidad y la libertad de los semejantes.