ÁNGELUS
Plaza de San Pedro, Domingo 13 de junio de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
En los días pasados ha concluido el Año sacerdotal. Aquí, en Roma, hemos vivido días inolvidables, con la presencia de más de quince mil sacerdotes de todas las partes del mundo. Por eso, hoy deseo dar gracias a Dios por todos los beneficios que este Año ha producido a la Iglesia universal. Nadie podrá medirlos nunca, pero ciertamente ya se ven sus frutos y se verán todavía más.
El Año sacerdotal concluyó en la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, que tradicionalmente es la "jornada de santificación sacerdotal"; esta vez lo ha sido de manera especial. En efecto, queridos amigos, el sacerdote es un don del Corazón de Cristo: un don para la Iglesia y para el mundo. Del Corazón del Hijo de Dios, desbordante de caridad, proceden todos los bienes de la Iglesia y en él tiene su origen de modo especial la vocación de aquellos hombres que, conquistados por el Señor Jesús, lo dejan todo para dedicarse completamente al servicio del pueblo cristiano, siguiendo el ejemplo del Buen Pastor.
El sacerdote es plasmado por la misma caridad de Cristo, por el amor que lo impulsó a dar la vida por sus amigos y también a perdonar a sus enemigos. Por eso los sacerdotes son los primeros obreros de la civilización del amor.
Y en este momento pienso en numerosos modelos de sacerdotes, conocidos y menos conocidos, algunos elevados al honor de los altares, y en otros cuyo recuerdo permanece indeleble en los fieles, quizá en una pequeña comunidad parroquial. Como sucedió en Ars, la aldea de Francia donde desempeñó su ministerio san Juan María Vianney. No hace falta añadir nada a lo que ya se ha dicho en los meses pasados. Pero su intercesión nos debe seguir acompañando aún más de ahora en adelante. Que su oración, su "Acto de amor", que tantas veces hemos recitado durante este Año sacerdotal, continúe alimentando nuestro coloquio con Dios.
Quiero recordar otro ejemplo: el padre Jerzy Popieluszko, sacerdote y mártir, que fue proclamado beato precisamente el domingo pasado en Varsovia. Desempeñó su generoso y valiente ministerio junto a quienes se comprometían por la liberad, por la defensa de la vida y de su dignidad. Esta obra al servicio del bien y de la verdad era un signo de contradicción para el régimen que entonces gobernaba en Polonia. El amor del Corazón de Jesús lo llevó a dar la vida, y su testimonio ha sido semilla de una nueva primavera en la Iglesia y en la sociedad. Si analizamos la historia, podemos observar cuántas páginas de auténtica renovación espiritual y social han sido escritas con la contribución decisiva de sacerdotes católicos, movidos sólo por el celo por el Evangelio y por el hombre, por su auténtica libertad, religiosa y civil. ¡Cuántas iniciativas de promoción humana integral se han puesto en marcha por la intuición de un corazón sacerdotal!
Queridos hermanos y hermanas, encomendemos al Corazón Inmaculado de María, cuya memoria litúrgica celebramos ayer, a todos los sacerdotes del mundo para que, con la fuerza del Evangelio, sigan construyendo en todas partes la civilización del amor.