REGINA CAELI
Domingo 29 de mayo de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
En el libro de los Hechos de los Apóstoles se narra que, tras una primera violenta persecución, la comunidad cristiana de Jerusalén, a excepción de los Apóstoles, se dispersó en las regiones circundantes y Felipe, uno de los diáconos, llegó a una ciudad de Samaría. Allí predicó a Cristo resucitado y numerosas curaciones acompañaron su anuncio, de forma que la conclusión del episodio es muy significativa: "La ciudad se llenó de alegría" (Hch 8, 8). Cada vez nos impresiona esta expresión, que esencialmente nos comunica un sentido de esperanza; como si dijera: ¡es posible! Es posible que la humanidad conozca la verdadera alegría, porque donde llega el Evangelio, florece la vida; como un terreno árido que, regado por la lluvia, inmediatamente reverdece. Felipe y los demás discípulos, con la fuerza del Espíritu Santo, hicieron en los pueblos de Palestina lo que había hecho Jesús: predicaron la Buena Nueva y realizaron signos prodigiosos. Era el Señor quien actuaba por medio de ellos. Como Jesús anunciaba la venida del reino de Dios, así los discípulos anunciaron a Jesús resucitado, profesando que él es Cristo, el Hijo de Dios, bautizando en su nombre y expulsando toda enfermedad del cuerpo y del espíritu.
"La ciudad se llenó de alegría". Leyendo este pasaje, espontáneamente se piensa en la fuerza sanadora del Evangelio, que a lo largo de los siglos ha "regado", como río benéfico, a tantas poblaciones. Algunos grandes santos y santas han llevado esperanza y paz a ciudades enteras: pensemos en san Carlos Borromeo en Milán, en el tiempo de la peste; en la beata madre Teresa de Calcuta; y en tantos misioneros, cuyos nombres Dios conoce, que han dado la vida por llevar el anuncio de Cristo y hacer que florezca entre los hombres la alegría profunda. Mientras los poderosos de este mundo buscaban conquistar nuevos territorios por intereses políticos y económicos, los mensajeros de Cristo iban por todas partes con el objetivo de llevar a Cristo a los hombres y a los hombres a Cristo, sabiendo que sólo él puede dar la verdadera libertad y la vida eterna. También hoy la vocación de la Iglesia es la evangelización: tanto de las poblaciones que todavía no han sido "regadas" por el agua viva del Evangelio; como de aquellas que, aun teniendo antiguas raíces cristianas, necesitan linfa nueva para dar nuevos frutos, y redescubrir la belleza y la alegría de la fe.
Queridos amigos, el beato Juan Pablo II fue un gran misionero, como lo documenta también una muestra preparada estos días en Roma. Él relanzó la misión ad gentes y, al mismo tiempo, promovió la nueva evangelización. Confiamos una y otra a la intercesión de María santísima. Que la Madre de Cristo acompañe siempre y en todas partes el anuncio del Evangelio, para que se multipliquen y se amplíen en el mundo los espacios en los que los hombres reencuentren la alegría de vivir como hijos de Dios.