ÁNGELUS
Castelgandolfo. Miércoles 15 de agosto de 2012

Queridos hermanos y hermanas:

En el corazón del mes de agosto la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, celebra la solemnidad de la Asunción de María santísima al cielo. En la Iglesia católica, el dogma de la Asunción –como es sabido– fue proclamado durante el Año santo de 1950 por el venerable Pío XII. Sin embargo, la celebración de este misterio de María hunde sus raíces en la fe y en el culto de los primeros siglos de la Iglesia, por la profunda devoción hacia la Madre de Dios que se fue desarrollando progresivamente en la comunidad cristiana. Ya desde fines del siglo iv e inicios del v, tenemos testimonios de varios autores que afirman que María está en la gloria de Dios con todo su ser, alma y cuerpo, pero fue en el siglo VI cuando en Jerusalén la fiesta de la Madre de Dios, la Theotókos, que se consolidó con el concilio de Éfeso del año 431, cambió su rostro y se convirtió en la fiesta de la dormición, del paso, del tránsito, de la asunción de María, es decir, se transformó en la celebración del momento en que María salió del escenario de este mundo glorificada en alma y cuerpo en el cielo, en Dios.

Para entender la Asunción debemos mirar a la Pascua, el gran Misterio de nuestra salvación, que marca el paso de Jesús a la gloria del Padre a través de la pasión, muerte y resurrección. María, que engendró al Hijo de Dios en la carne, es la criatura más insertada en este misterio, redimida desde el primer instante de su vida, y asociada de modo totalmente especial a la pasión y a la gloria de su Hijo. La Asunción de María al cielo es, por tanto, el misterio de la Pascua de Cristo plenamente realizado en ella: está íntimamente unida a su Hijo resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, plenamente configurada con él. Pero la Asunción es una realidad que también nos toca a nosotros, porque nos indica de modo luminoso nuestro destino, el de la humanidad y de la historia. De hecho, en María contemplamos la realidad de gloria a la que estamos llamados cada uno de nosotros y toda la Iglesia.

El pasaje del Evangelio de san Lucas que leemos en la liturgia de esta solemnidad nos presenta el camino que la Virgen de Nazaret recorrió para estar en la gloria de Dios. Es el relato de la visita de María a Isabel (cf. Lc 1, 39-56), en el que la Virgen es proclamada bendita entre todas las mujeres y dichosa por haber creído en el cumplimiento de las palabras que le había dicho el Señor. Y en el canto del Magníficat, que eleva con alegría a Dios, se refleja su fe profunda. Ella se sitúa entre los "pobres" y los "humildes", que no confían en sus propias fuerzas, sino que se fían de Dios, que dejan espacio a su acción capaz de obrar cosas grandes precisamente en la debilidad. La Asunción nos abre al futuro luminoso que nos espera, pero también nos invita con fuerza a confiar más en Dios, a abandonarnos más a Dios, a seguir su Palabra, a buscar y cumplir su voluntad cada día: este es el camino que nos hace "dichosos" en nuestra peregrinación terrena y nos abre las puertas del cielo.

Queridos hermanos y hermanas, el concilio ecuménico Vaticano II afirma: "María, con su múltiple intercesión continúa procurándonos los dones de la salvación eterna. Con su amor de Madre cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y viven entre angustias y peligros hasta que lleguen a la patria feliz" (Lumen gentium, 62). Invoquemos a la Virgen santísima a fin de que ella sea la estrella que guíe nuestros pasos al encuentro con su Hijo en nuestro camino para llegar a la gloria del cielo, a la alegría eterna.