ÁNGELUS
Domingo 13 de enero de 2013
Queridos hermanos y hermanas:
Con este domingo después de la Epifanía concluye el Tiempo litúrgico de Navidad: tiempo de luz, la luz de Cristo que, como nuevo sol aparecido en el horizonte de la humanidad, dispersa las tinieblas del mal y de la ignorancia. Celebramos hoy la fiesta del Bautismo de Jesús: aquel Niño, hijo de la Virgen, a quien hemos contemplado en el misterio de su nacimiento, le vemos hoy adulto entrar en las aguas del río Jordán y santificar así todas las aguas y el cosmos entero –como evidencia la tradición oriental. Pero ¿por qué Jesús, en quien no había sombra de pecado, fue a que Juan le bautizara? ¿Por qué quiso realizar ese gesto de penitencia y conversión junto a tantas personas que querían de esta forma prepararse a la venida del Mesías? Ese gesto –que marca el inicio de la vida pública de Cristo– se sitúa en la misma línea de la Encarnación, del descendimiento de Dios desde el más alto de los cielos hasta el abismo de los infiernos. El sentido de este movimiento de abajamiento divino se resume en una única palabra: amor, que es el nombre mismo de Dios. Escribe el apóstol Juan: "En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Unigénito, para que vivamos por medio de Él", y le envió "como víctima de propiciación por nuestros pecados" (1Jn 4, 9-10). He aquí por qué el primer acto público de Jesús fue recibir el bautismo de Juan, quien, al verle llegar, dijo: "Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29).
Narra el evangelista Lucas que mientras Jesús, recibido el bautismo, "oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre Él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo: "Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco"" (Lc 3, 21-22). Este Jesús es el Hijo de Dios que está totalmente sumergido en la voluntad de amor del Padre. Este Jesús es aquél que morirá en la cruz y resucitará por el poder del mismo Espíritu que ahora se posa sobre Él y le consagra. Este Jesús es el hombre nuevo que quiere vivir como hijo de Dios, o sea, en el amor; el hombre que, frente al mal del mundo, elige el camino de la humildad y de la responsabilidad, elige no salvarse a sí mismo, sino ofrecer la propia vida por la verdad y la justicia. Ser cristianos significa vivir así, pero este tipo de vida comporta un renacimiento: renacer de lo alto, de Dios, de la Gracia, Este renacimiento es el Bautismo, que Cristo ha donado a la Iglesia para regenerar a los hombres a una vida nueva. Afirma un antiguo texto atribuido a san Hipólito: "Quien entra con fe en este baño de regeneración, renuncia al diablo y se alinea con Cristo, reniega del enemigo y reconoce que Cristo es Dios, se despoja de la esclavitud y se reviste de la adopción filial" (Discurso sobre la Epifanía, 10: pg 10, 862).
Según la tradición, esta mañana he tenido la alegría de bautizar a un nutrido grupo de niños nacidos en los últimos tres o cuatro meses. En este momento desearía extender mi oración y mi bendición a todos los neonatos; pero sobre todo invitar a todos a hacer memoria del propio Bautismo, de aquel renacimiento espiritual que nos abrió el camino de la vida eterna. Que cada cristiano, en este Año de la fe, redescubra la belleza de haber renacido de lo alto, del amor de Dios, y viva como hijo de Dios.