ÁNGELUS
Domingo 17 de febrero de 2013

Queridos hermanos y hermanas:

El miércoles pasado, con el tradicional rito de la Ceniza, hemos entrado en la Cuaresma, tiempo de conversión y de penitencia en preparación a la Pascua. La Iglesia, que es madre y maestra, llama a todos sus miembros a renovarse en el espíritu, a re-orientarse decididamente hacia Dios, rechazando el orgullo y el egoísmo para vivir en el amor. En este Año de la fe, la Cuaresma es un tiempo favorable para redescubrir la fe en Dios como criterio-base de nuestra vida y de la vida de la Iglesia. Esto implica siempre una lucha, un combate espiritual, porque el espíritu del mal naturalmente se opone a nuestra santificación y busca que nos desviemos del camino de Dios. Por ello, en el primer domingo de Cuaresma, se proclama cada año el Evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto.

Jesús, en efecto, después de haber recibido la "investidura" como Mesías –"Ungido" de Espíritu Santo– en el bautismo en el Jordán, fue conducido por el mismo Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. En el momento de iniciar su ministerio público, Jesús tuvo que desenmascarar y rechazar las falsas imágenes de Mesías que le proponía el tentador. Pero estas tentaciones son también falsas imágenes del hombre, que en todo tiempo acechan la conciencia, disfrazándose de propuestas convenientes y eficaces, incluso buenas. Los evangelistas Mateo y Lucas presentan tres tentaciones de Jesús, diferenciadas en parte sólo por el orden. Su núcleo central consiste siempre en instrumentalizar a Dios para los propios intereses, dando más importancia al éxito o a los bienes materiales. El tentador es disimulado: no empuja directamente hacia el mal, sino hacia un falso bien, haciendo creer que las verdaderas realidades son el poder y aquello que satisface las necesidades primarias. De este modo, Dios pasa a ser secundario, se reduce a un medio; se convierte, en definitiva, en irreal, ya no cuenta, desaparece. En último análisis, en las tentaciones está en juego la fe, porque está en juego Dios. En los momentos decisivos de la vida, pero, viéndolo bien, en todo momento, nos encontramos ante una encrucijada: ¿queremos seguir al yo o a Dios? ¿El interés individual o bien el verdadero Bien, lo que realmente es un bien?

Como nos enseñan los Padres de la Iglesia, las tentaciones forman parte del "descenso" de Jesús a nuestra condición humana, en el abismo del pecado y de sus consecuencias. Un "descenso" que Jesús recorrió hasta el final, hasta la muerte de cruz y a los infiernos de la extrema lejanía de Dios. De este modo, Él es la mano que Dios ha tendido al hombre, a la oveja descarriada, para llevarla otra vez a salvo. Como enseña san Agustín, Jesús tomó de nosotros las tentaciones, para donarnos su victoria (cf. Enarr. in Psalmos, 60, 3: pl 36, 724). No tengamos miedo, por lo tanto, de afrontar también nosotros el combate contra el espíritu del mal: lo importante es que lo hagamos con Él, con Cristo, el Vencedor. Y para estar con Él dirijámonos a la Madre, María: invoquémosla con confianza filial en la hora de la prueba, y ella nos hará sentir la poderosa presencia de su Hijo divino, para rechazar las tentaciones con la Palabra de Cristo, y así volver a poner a Dios en el centro de nuestra vida.