Catequesis
del Papa Benedicto XVI
durante la Audiencia General del
miércoles 24 de agosto de 2005
Reflexiones tras el viaje apostólico a Colonia
con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud
Queridos hermanos y hermanas:
Como solía hacer el amado Juan Pablo II después de cada peregrinación apostólica, también yo hoy, junto con vosotros, quisiera repasar los días transcurridos en Colonia con ocasión de la Jornada mundial de la juventud. La Providencia divina quiso que mi primer viaje pastoral fuera de Italia tuviera como meta precisamente mi país de origen, y se realizara con ocasión del gran encuentro de los jóvenes del mundo, a veinte años de la institución de la Jornada mundial de la juventud, querida con intuición profética por mi inolvidable predecesor.
Después de mi regreso, doy gracias a Dios desde lo más hondo de mi corazón por el don de esta peregrinación, de la que conservaré un grato recuerdo. Todos hemos sentido que era un don de Dios. Ciertamente, muchos colaboraron, pero al final la gracia de ese encuentro fue un don de lo alto, del Señor. Al mismo tiempo, expreso mi gratitud a todos los que, con empeño y amor, prepararon y organizaron ese encuentro en todas sus fases: en primer lugar, al arzobispo de Colonia, cardenal Joachim Meisner, al cardenal Karl Lehmann, presidente de la Conferencia episcopal, y a los obispos de Alemania, con los que me reuní precisamente al final de mi visita. Asimismo, quisiera dar las gracias nuevamente a las autoridades, a las organizaciones y a los voluntarios, que dieron su contribución. También expreso mi agradecimiento a las personas y a las comunidades que, en todas las partes del mundo, lo sostuvieron con su oración, y a los enfermos, que ofrecieron sus sufrimientos por el éxito espiritual de esta importante cita.
El abrazo ideal con los jóvenes participantes en la Jornada mundial de la juventud comenzó desde mi llegada al aeropuerto de Colonia/Bonn, y fue haciéndose cada vez más emotivo a medida que navegaba por el Rhin, desde el muelle de Rodenkirchenerbrücke hasta Colonia, escoltados por otras cinco embarcaciones, que representaban los cinco continentes. También fue sugestiva la etapa frente al andén de Poller Rheinwiesen, donde ya me esperaban miles y miles de jóvenes, con los que celebré mi primer encuentro oficial, llamado con acierto "fiesta de acogida", y que tenía como lema las palabras de los Magos: "¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?" (Mt 2, 2).
Precisamente los Magos fueron los "guías" de aquellos jóvenes peregrinos hacia Cristo, adoradores del misterio de su presencia en la Eucaristía. Es muy significativo que todo esto haya sucedido mientras nos acercamos a la conclusión del Año de la Eucaristía querido por Juan Pablo II. El tema del Encuentro -"Hemos venido a adorarlo"- invitó a todos a seguir idealmente a los Magos, y a realizar con ellos un viaje interior de conversión hacia el Emmanuel, el Dios con nosotros, para conocerlo, encontrarlo, adorarlo y, después de haberlo encontrado y adorado, volver a partir llevando en el corazón, en nuestro interior, su luz y su alegría.
En Colonia los jóvenes tuvieron muchas ocasiones para profundizar en estas importantes temáticas espirituales, y se sintieron impulsados por el Espíritu Santo a ser testigos entusiastas y coherentes de Cristo, que en la Eucaristía prometió estar realmente presente entre nosotros hasta el fin del mundo. Recuerdo los diversos momentos que tuve la alegría de compartir con ellos, especialmente la vigilia del sábado por la tarde y la celebración conclusiva del domingo. A esas sugestivas manifestaciones de fe se unieron otros millones de jóvenes en todos los rincones de la tierra gracias a las providenciales conexiones de radio y televisión.
Pero ahora quisiera recordar un encuentro singular, el que celebré con los seminaristas, jóvenes llamados a un seguimiento personal más radical de Cristo, Maestro y Pastor. Quise que hubiera un momento específico dedicado a ellos, entre otras cosas, para poner de relieve la dimensión vocacional típica de las Jornadas mundiales de la juventud. Muchas vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada han surgido, a lo largo de estos veinte años, precisamente durante las Jornadas mundiales de la juventud, ocasiones privilegiadas en las que el Espíritu Santo hace oír con fuerza su llamada.
En el marco, lleno de esperanza, de las jornadas de Colonia se sitúa muy bien el encuentro ecuménico con los representantes de las demás Iglesias y comunidades eclesiales. El papel de Alemania en el diálogo ecuménico es importante, tanto por la triste historia de las divisiones como por la función significativa que ha desempeñado en el camino de reconciliación. Espero que el diálogo, como intercambio recíproco de dones, y no sólo de palabras, contribuya también a hacer que crezca y madure la "sinfonía" ordenada y armoniosa, que es la unidad católica.
Desde esta perspectiva, las Jornadas mundiales de la juventud constituyen un valioso "laboratorio" ecuménico. Y ¡cómo no revivir con emoción la visita a la sinagoga de Colonia, sede de la comunidad judía más antigua de Alemania! Con los hermanos judíos recordé la Shoah, así como el 60° aniversario de la liberación de los campos de concentración nazis. Además, este año se conmemora el 40° aniversario de la declaración conciliar Nostra aetate, que inauguró una nueva etapa de diálogo y solidaridad espiritual entre judíos y cristianos, así como de estima por las otras grandes tradiciones religiosas. Entre estas ocupa un lugar particular el islam, cuyos seguidores adoran al único Dios y veneran al patriarca Abraham. Por esta razón, quise encontrarme con los representantes de algunas comunidades musulmanas, a los que manifesté las esperanzas y las preocupaciones del difícil momento histórico que estamos viviendo, deseando que se extirpen el fanatismo y la violencia, y que colaboremos juntos para defender siempre la dignidad de la persona humana y tutelar sus derechos fundamentales.
Queridos hermanos y hermanas, desde el corazón de la "vieja" Europa, que en el siglo pasado, por desgracia, sufrió horrendos conflictos y regímenes inhumanos, los jóvenes volvieron a lanzar a la humanidad de nuestro tiempo el mensaje de la esperanza que no defrauda, porque se funda en la palabra de Dios hecho carne en Jesucristo, muerto y resucitado por nuestra salvación.
En Colonia los jóvenes encontraron y adoraron al Emmanuel, el Dios con nosotros, en el misterio de la Eucaristía, y comprendieron mejor que la Iglesia es la gran familia mediante la cual Dios forma un espacio de comunión y de unidad entre todos los continentes, las culturas y las razas, una familia más vasta que el mundo, que no conoce límites ni confines, por decirlo así, una "gran comitiva de peregrinos" que caminan con Cristo, guiados por él, estrella resplandeciente que ilumina la historia. Jesús se convierte en nuestro compañero de viaje en la Eucaristía, y -como dije en la homilía de la celebración conclusiva, con una imagen de la física muy conocida- en la Eucaristía lleva la "fisión nuclear" al corazón más recóndito del ser. Sólo esta íntima explosión del bien que vence el mal puede impulsar las demás transformaciones necesarias para cambiar el mundo.
Jesús, el rostro de Dios misericordioso con todo hombre, sigue iluminando nuestro camino como la estrella que guió a los Magos, y nos colma de su alegría. Por tanto, oremos para que desde Colonia los jóvenes lleven consigo, dentro de sí, la luz de Cristo, que es verdad y amor, y la difundan por doquier. Espero que, gracias a la fuerza del Espíritu Santo y a la ayuda materna de la Virgen María, asistamos a una gran primavera de esperanza en Alemania, en Europa y en el mundo entero.