AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 4 de abril de 2012
Viaje apostólico a México y República de Cuba. Triduo Pascual
Queridos hermanos y hermanas:
Siguen vivas en mí las emociones suscitadas por el reciente viaje apostólico a México y a Cuba, sobre el que quiero reflexionar hoy. Surge espontáneamente en mi alma la acción de gracias al Señor: en su providencia, quiso que fuera por primera vez como Sucesor de Pedro a esos dos países, que conservan un recuerdo indeleble de las visitas realizadas por el beato Juan Pablo II. El bicentenario de la independencia de México y de otros países latinoamericanos, el vigésimo aniversario de las relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede, y el cuarto centenario del hallazgo de la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre en la República de Cuba fueron las ocasiones de mi peregrinación. Con ella quise abrazar idealmente a todo el continente, invitando a todos a vivir juntos en la esperanza y en el compromiso concreto de caminar unidos hacia un futuro mejor. Expreso mi agradecimiento a los señores presidentes de México y de Cuba, que con deferencia y cortesía me dieron su bienvenida, así como a las demás autoridades. Doy las gracias de corazón a los arzobispos de León, de Santiago de Cuba y de La Habana, y a los demás venerados hermanos en el episcopado, que me acogieron con gran afecto, así como a sus colaboradores y a todos los que se prodigaron generosamente por mi visita pastoral. Fueron días inolvidables de alegría y de esperanza, que quedarán impresos en mi corazón.
La primera etapa fue León, en el Estado de Guanajuato, centro geográfico de México. Allí una gran multitud en fiesta me dispensó una acogida extraordinaria y entusiasta, como signo del abrazo cordial de todo un pueblo. Desde la ceremonia de bienvenida pude apreciar la fe y el calor de los sacerdotes, de las personas consagradas y de los fieles laicos. En presencia de los exponentes de las instituciones, de numerosos obispos y de representantes de la sociedad, recordé la necesidad del reconocimiento y de la tutela de los derechos fundamentales de la persona humana, entre los que destaca la libertad religiosa, asegurando mi cercanía a quienes sufren a causa de plagas sociales, de antiguos y nuevos conflictos, de la corrupción y de la violencia. Recuerdo con profunda gratitud la fila interminable de gente a lo largo de las calles, que me acompañó con entusiasmo. En esas manos tendidas en señal de saludo y de afecto, en esos rostros alegres, en esos gritos de alegría constaté la tenaz esperanza de los cristianos mexicanos, esperanza que permaneció encendida en los corazones a pesar de los difíciles momentos de violencia, que no dejé de deplorar y a cuyas víctimas dirigí un conmovido pensamiento; y pude confortar personalmente a algunas. Ese mismo día me encontré con muchísimos niños y adolescentes, que son el futuro de la nación y de la Iglesia. Su inagotable alegría, manifestada con ruidosos cantos y músicas, así como sus miradas y sus gestos, expresaban el fuerte deseo de todos los muchachos de México, de América Latina y del Caribe, de poder vivir en paz, con serenidad y armonía, en una sociedad más justa y reconciliada.
Los discípulos del Señor deben incrementar la alegría de ser cristianos, la alegría de pertenecer a su Iglesia. De esta alegría nacen también las energías para servir a Cristo en las situaciones difíciles y de sufrimiento. Recordé esta verdad a la inmensa multitud que se reunió para la celebración eucarística dominical en el parque del Bicentenario de León. Exhorté a todos a confiar en la bondad de Dios omnipotente que puede cambiar desde dentro, desde el corazón, las situaciones insoportables y oscuras. Los mexicanos respondieron con su fe ardiente; y en su adhesión convencida al Evangelio reconocí una vez más signos consoladores de esperanza para el continente. El último evento de mi visita a México fue, también en León, la celebración de las vísperas en la catedral de Nuestra Señora de la Luz, con los obispos mexicanos y los representantes de los Episcopados de América. Manifesté mi cercanía a su compromiso frente a los diversos desafíos y dificultades, y mi gratitud por los que siembran el Evangelio en situaciones complejas y a menudo con muchas limitaciones. Los animé a ser pastores celosos y guías seguros, suscitando por doquier comunión sincera y adhesión cordial a la enseñanza de la Iglesia. Luego dejé la amada tierra mexicana, donde experimenté una devoción y un afecto especiales al Vicario de Cristo. Antes de partir, estimulé al pueblo mexicano a permanecer fiel al Señor y a su Iglesia, bien anclado en sus raíces cristianas.
Al día siguiente comenzó la segunda parte de mi viaje apostólico con la llegada a Cuba, adonde fui ante todo para sostener la misión de la Iglesia católica, comprometida a anunciar con alegría el Evangelio, a pesar de la pobreza de medios y las dificultades que todavía quedan por superar, para que la religión pueda prestar su servicio espiritual y formativo en el ámbito público de la sociedad. Esto lo quise subrayar al llegar a Santiago de Cuba, segunda ciudad de la isla, sin dejar de evidenciar las buenas relaciones existentes entre el Estado y la Santa Sede, orientadas al servicio de la presencia viva y constructiva de la Iglesia local. Además, aseguré que el Papa lleva en el corazón las preocupaciones y las aspiraciones de todos los cubanos, especialmente de los que sufren por la limitación de la libertad.
La primera santa misa que tuve la alegría de celebrar en tierra cubana se situaba en el contexto del IV centenario del hallazgo de la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba. Se trató de un momento de fuerte intensidad espiritual, con la participación atenta y orante de miles de personas, signo de una Iglesia que viene de situaciones difíciles, pero con un testimonio vivo de caridad y de presencia activa en la vida de la gente. A los católicos cubanos que, junto a toda la población, esperan un futuro cada vez mejor, les dirigí una invitación a dar nuevo vigor a su fe y a contribuir, con la valentía del perdón y de la comprensión, a la construcción de una sociedad abierta y renovada, donde haya cada vez más espacio para Dios porque, cuando se excluye a Dios, el mundo se transforma en un lugar inhóspito para el hombre. Antes de dejar Santiago de Cuba me dirigí al santuario de Nuestra Señora de la Caridad en El Cobre, tan venerada por el pueblo cubano. La peregrinación de la imagen de la Virgen de la Caridad entre las familias de la isla suscitó gran entusiasmo espiritual, representando un significativo evento de nueva evangelización y una ocasión de redescubrimiento de la fe. A la Virgen santísima encomendé sobre todo a las personas que sufren y a los jóvenes cubanos.
La segunda etapa cubana fue La Habana, capital de la isla. Los jóvenes, en particular, fueron los principales protagonistas de la exuberante acogida en el itinerario hasta la nunciatura, donde tuve ocasión de reunirme con los obispos del país para hablar de los desafíos que la Iglesia cubana está llamada a afrontar, consciente de que la gente la mira con creciente confianza. Al día siguiente presidí la santa misa en la plaza principal de La Habana, abarrotada de gente. A todos recordé que Cuba y el mundo necesitan cambios, pero que estos cambios sólo se producirán si cada uno se abre a la verdad integral sobre el hombre, presupuesto imprescindible para alcanzar la libertad, y decide sembrar en su entorno reconciliación y fraternidad, fundando su vida en Jesucristo: únicamente él puede disipar las tinieblas del error, ayudándonos a derrotar el mal y todo lo que nos oprime. Asimismo, quise reafirmar que la Iglesia no pide privilegios; sólo pide poder proclamar y celebrar también públicamente la fe, llevando el mensaje de esperanza y de paz del Evangelio a todos los ambientes de la sociedad. Manifestando aprecio por los pasos dados hasta ahora en ese sentido por las autoridades cubanas, subrayé que es necesario proseguir en este camino de libertad religiosa cada vez más plena.
En el momento de dejar Cuba, decenas de miles de cubanos salieron a las calles para saludarme, a pesar de la fuerte lluvia. En la ceremonia de despedida recordé que en la actualidad los diversos componentes de la sociedad cubana están llamados a un esfuerzo de sincera colaboración y de diálogo paciente para el bien de la patria. En esta perspectiva, mi presencia en la isla, como testigo de Jesucristo, quiso ser un estímulo a abrir las puertas del corazón a él, que es fuente de esperanza y de fuerza para hacer que crezca el bien. Por esto, me despedí de los cubanos exhortándolos a reavivar la fe de sus padres y edificar un futuro cada vez mejor.
Este viaje a México y a Cuba, gracias a Dios, logró el anhelado éxito pastoral. Que el pueblo mexicano y el cubano obtengan de él abundantes frutos para construir en la comunión eclesial y con valentía evangélica un futuro de paz y de fraternidad.
Queridos amigos, mañana por la tarde, con la santa misa in cena Domini, entraremos en el Triduo pascual, culmen de todo el Año litúrgico, para celebrar el Misterio central de la fe: la pasión, muerte y resurrección de Cristo. En el Evangelio de san Juan, este momento culminante de la misión de Jesús se llama su «hora», que se abre con la última Cena. El evangelista lo introduce así: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Toda la vida de Jesús está orientada a esta hora, caracterizada por dos aspectos que se iluminan recíprocamente: es la hora del «paso» (metabasis) y es la hora del «amor (agape) hasta el extremo». En efecto, es precisamente el amor divino, el Espíritu del que Jesús está colmado, el que hace «pasar» a Jesús mismo a través del abismo del mal y de la muerte, y lo hace salir al «espacio» nuevo de la resurrección. Es el agape, el amor, el que obra esta transformación, de modo que Jesús trasciende los límites de la condición humana marcada por el pecado y supera la barrera que mantiene prisionero al hombre, separado de Dios y de la vida eterna. Participando con fe en las celebraciones litúrgicas del Triduo pascual, se nos invita a vivir esta transformación obrada por el agape. Cada uno de nosotros ha sido amado por Jesús «hasta el extremo», es decir, hasta la entrega total de sí mismo en la cruz, cuando gritó: «Está cumplido» (Jn 19, 30). Dejémonos abrazar por este amor; dejémonos transformar, para que se realice de verdad en nosotros la resurrección. Os invito, por tanto, a vivir con intensidad el Triduo pascual y deseo a todos una santa Pascua. Gracias.