Homilía durante la misa celebrada delante del Santuario de Mariazell
Sábado 8 de septiembre de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
Con nuestra gran peregrinación a Mariazell celebramos la fiesta patronal de este santuario, la fiesta de la Natividad de María. Desde hace 850 años vienen aquí personas de diferentes pueblos y naciones, que oran trayendo consigo los deseos de su corazón y de sus países, así como sus preocupaciones y esperanzas más íntimas. De este modo, Mariazell se ha convertido para Austria, y mucho más allá de sus fronteras, en un lugar de paz y de unidad reconciliada.
Aquí experimentamos la bondad consoladora de la Madre; aquí encontramos a Jesucristo, en quien Dios está con nosotros como afirma el pasaje evangélico de hoy. Refiriéndose a Jesús, la lectura del profeta Miqueas dice: "él será la paz" (cf. Mi 5, 4). Hoy nos insertamos en esta gran peregrinación de muchos siglos. Nos detenemos ante la Madre del Señor y le imploramos: "Muéstranos a Jesús". Muéstranos a nosotros, peregrinos, a Aquel que es al mismo tiempo el camino y la meta: la verdad y la vida.
El pasaje evangélico que acabamos de escuchar amplía nuestros horizontes. Presenta la historia de Israel desde Abraham como una peregrinación que, con subidas y bajadas, por caminos cortos y por caminos largos, conduce en definitiva a Cristo. La genealogía con sus figuras luminosas y oscuras, con sus éxitos y sus fracasos, nos demuestra que Dios también escribe recto en los renglones torcidos de nuestra historia. Dios nos deja nuestra libertad y, sin embargo, sabe encontrar en nuestro fracaso nuevos caminos para su amor. Dios no fracasa. Así esta genealogía es una garantía de la fidelidad de Dios, una garantía de que Dios no nos deja caer y una invitación a orientar siempre de nuevo nuestra vida hacia él, a caminar siempre nuevamente hacia Cristo.
Peregrinar significa estar orientados en cierta dirección, caminar hacia una meta. Esto confiere una belleza propia también al camino y al cansancio que implica. Entre los peregrinos de la genealogía de Jesús algunos habían olvidado la meta y querían ponerse a sí mismos como meta. Pero el Señor había suscitado siempre de nuevo personas que se habían dejado impulsar por la nostalgia de la meta, orientando hacia ella su vida. El impulso hacia la fe cristiana, el inicio de la Iglesia de Jesucristo fue posible porque existían en Israel personas con un corazón en búsqueda, personas que no se acomodaron en la rutina, sino que escrutaron a lo lejos en búsqueda de algo más grande: Zacarías, Isabel, Simeón, Ana, María y José, los Doce y muchos otros. Al tener su corazón en actitud de espera, podían reconocer en Jesucristo a Aquel que Dios había mandado, llegando a ser así el inicio de su familia universal. La Iglesia de los gentiles pudo hacerse realidad porque tanto en el área del Mediterráneo como en las zonas de Asia más cercanas, a donde llegaban los mensajeros de Jesucristo, había personas en actitud de espera que no se conformaban con lo que todos hacían y pensaban, sino que buscaban la estrella que podía indicarles el camino hacia la Verdad misma, hacia el Dios vivo.
Necesitamos este corazón inquieto y abierto. Es el núcleo de la peregrinación. Tampoco hoy basta ser y pensar, en cierto modo, como todos los demás. El proyecto de nuestra vida va más allá. Tenemos necesidad de Dios, del Dios que nos ha mostrado su rostro y abierto su corazón: Jesucristo. San Juan, con razón, afirma que "él es el Hijo único, que está en el seno del Padre" (Jn 1, 18); así sólo él, desde la intimidad de Dios mismo, podía revelarnos a Dios y también revelarnos quiénes somos nosotros, de dónde venimos y hacia dónde vamos.
Ciertamente ha habido en la historia muchas grandes personalidades que han hecho bellas y conmovedoras experiencias de Dios. Sin embargo, son sólo experiencias humanas, con su límite humano. Sólo él es Dios y por eso sólo él es el puente que pone realmente en contacto inmediato a Dios y al hombre. Así pues, aunque nosotros lo consideramos el único Mediador de la salvación válido para todos, que afecta a todos y del cual, en definitiva, todos tienen necesidad, esto no significa de ninguna manera que despreciemos a las otras religiones ni que radicalicemos con soberbia nuestro pensamiento, sino únicamente que hemos sido conquistados por Aquel que nos ha tocado interiormente y nos ha colmado de dones, para que podamos compartirlos con los demás.
De hecho, nuestra fe se opone decididamente a la resignación que considera al hombre incapaz de la verdad, como si esta fuera demasiado grande para él. Estoy convencido de que esta resignación ante la verdad es el núcleo de la crisis de occidente, de Europa. Si para el hombre no existe una verdad, en el fondo no puede ni siquiera distinguir entre el bien y el mal. Entonces los grandes y maravillosos conocimientos de la ciencia se hacen ambiguos: pueden abrir perspectivas importantes para el bien, para la salvación del hombre, pero también, como vemos, pueden convertirse en una terrible amenaza, en la destrucción del hombre y del mundo.
Necesitamos la verdad. Pero ciertamente, a causa de nuestra historia, tenemos miedo de que la fe en la verdad conlleve intolerancia. Si nos asalta este miedo, que tiene sus buenas razones históricas, debemos contemplar a Jesús como lo vemos aquí, en el santuario de Mariazell. Lo vemos en dos imágenes: como niño en brazos de su Madre y, sobre el altar principal de la basílica, crucificado. Estas dos imágenes de la basílica nos dicen: la verdad no se afirma mediante un poder externo, sino que es humilde y sólo se da al hombre por su fuerza interior: por el hecho de ser verdadera. La verdad se demuestra a sí misma en el amor. No es nunca propiedad nuestra, un producto nuestro, del mismo modo que el amor no se puede producir, sino que sólo se puede recibir y transmitir como don. Necesitamos esta fuerza interior de la verdad. Como cristianos, nos fiamos de esta fuerza de la verdad. Somos testigos de ella. Tenemos que transmitir este don de la misma manera que lo hemos recibido, tal como nos ha sido entregado.
"Mirar a Cristo" es el lema de este día. Para el hombre que busca, esta invitación se transforma siempre en una petición espontánea, una petición dirigida en particular a María, que nos dio a Cristo como Hijo suyo: "Muéstranos a Jesús". Rezamos hoy así de todo corazón; y rezamos, más allá de este momento, interiormente, buscando el rostro del Redentor. "Muéstranos a Jesús". María responde, presentándonoslo ante todo como niño. Dios se ha hecho pequeño por nosotros. Dios no viene con la fuerza exterior, sino con la impotencia de su amor, que constituye su fuerza. Se pone en nuestras manos. Pide nuestro amor. Nos invita a hacernos pequeños, a bajar de nuestros altos tronos y aprender a ser niños ante Dios. Nos ofrece el Tú. Nos pide que nos fiemos de él y que así aprendamos a vivir en la verdad y en el amor.
Naturalmente, el niño Jesús nos recuerda también a todos los niños del mundo, en los cuales quiere salir a nuestro encuentro: los niños que viven en la pobreza; los que son explotados como soldados; los que no han podido experimentar nunca el amor de sus padres; los niños enfermos y los que sufren, pero también los alegres y sanos. Europa se ha empobrecido de niños: lo queremos todo para nosotros mismos, y tal vez no confiamos demasiado en el futuro. Pero la tierra carecerá de futuro si se apagan las fuerzas del corazón humano y de la razón iluminada por el corazón, si el rostro de Dios deja de brillar sobre la tierra. Donde está Dios, hay futuro.
"Mirar a Cristo": volvamos a dirigir brevemente la mirada al Crucifijo situado sobre el altar mayor. Dios no ha redimido al mundo con la espada, sino con la cruz. Al morir, Jesús extiende los brazos. Este es ante todo el gesto de la Pasión: se deja clavar por nosotros, para darnos su vida. Pero los brazos extendidos son al mismo tiempo la actitud del orante, una postura que el sacerdote asume cuando, en la oración, extiende los brazos: Jesús transformó la pasión, su sufrimiento y su muerte, en oración, en un acto de amor a Dios y a los hombres. Por eso, los brazos extendidos de Cristo crucificado son también un gesto de abrazo, con el que nos atrae hacia sí, con el que quiere estrecharnos entre sus brazos con amor. De este modo, es imagen del Dios vivo, es Dios mismo, y podemos ponernos en sus manos.
"Mirar a Cristo". Si lo hacemos, nos damos cuenta de que el cristianismo es algo más, algo distinto de un sistema moral, una serie de preceptos y leyes. Es el don de una amistad que perdura en la vida y en la muerte: "Ya no os llamo siervos, sino amigos" (Jn 15, 15) dice el Señor a los suyos. Nos fiamos de esta amistad. Pero, precisamente por el hecho de que el cristianismo es más que una moral, de que es el don de la amistad, implica una gran fuerza moral, que necesitamos tanto ante los desafíos de nuestro tiempo. Si con Jesucristo y con su Iglesia volvemos a leer de manera siempre nueva el Decálogo del Sinaí, penetrando en sus profundidades, entonces se nos revela como una gran enseñanza, siempre válida.
El Decálogo es ante todo un "sí" a Dios, a un Dios que nos ama y nos guía, que nos sostiene y que, sin embargo, nos deja nuestra libertad, más aún, la transforma en verdadera libertad (los primeros tres mandamientos). Es un "sí" a la familia (cuarto mandamiento); un "sí" a la vida (quinto mandamiento); un "sí" a un amor responsable (sexto mandamiento); un "sí" a la solidaridad, a la responsabilidad social y a la justicia (séptimo mandamiento); un "sí" a la verdad (octavo mandamiento); y un "sí" al respeto del prójimo y a lo que le pertenece (noveno y décimo mandamientos). En virtud de la fuerza de nuestra amistad con el Dios vivo, vivimos este múltiple "sí" y, al mismo tiempo, lo llevamos como señal del camino en esta hora del mundo.
"Muéstranos a Jesús". Con esta petición a la Madre del Señor nos hemos puesto en camino hacia este lugar. Esta misma petición nos acompañará en nuestra vida cotidiana. Y sabemos que María escucha nuestra oración: sí, en cualquier momento, cuando miramos a María, ella nos muestra a Jesús. Así podemos encontrar el camino recto, seguirlo paso a paso, con la alegre confianza de que ese camino lleva a la luz, al gozo del Amor eterno. Amén.