HOMILÍA
Capilla Paulina, Martes 1 de diciembre de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
Las palabras del Señor que acabamos de escuchar en el pasaje evangélico son un desafío para nosotros, los teólogos, o quizá sería mejor decir una invitación a un examen de conciencia: ¿Qué es la teología? ¿Qué somos nosotros, los teólogos? ¿Cómo hacer bien teología? Hemos escuchado que el Señor alaba al Padre porque ha ocultado el gran misterio del Hijo, el misterio trinitario, el misterio cristológico, a los sabios y a los doctos –ellos no lo han conocido–, y se lo ha revelado a los pequeños, a los nèpioi, a los que no son doctos, a los que no tienen una amplia cultura. A ellos se les ha revelado este gran misterio.
Con estas palabras el Señor describe sencillamente un hecho de su vida; un hecho que comienza ya en tiempos de su nacimiento, cuando los Magos de Oriente preguntan a los competentes, a los escribas, a los exegetas, cuál es el lugar del nacimiento del Salvador, del Rey de Israel. Los escribas lo saben porque son grandes especialistas; pueden decir en seguida dónde va a nacer el Mesías: en Belén. Pero no se sienten invitados a ir: para ellos se queda en un conocimiento académico, que no afecta a su vida; se quedan fuera. Pueden dar informaciones, pero la información no se convierte en formación para su propia vida.
Más tarde, durante toda la vida pública del Señor nos encontramos con lo mismo. A los doctos les resulta imposible comprender que este hombre no docto, galileo, pueda ser realmente el Hijo de Dios. Para ellos es inaceptable que Dios, el grande, el único, el Dios del cielo y de la tierra, pueda estar presente en ese hombre. Lo saben todo, conocen también Isaías 53, todas las grandes profecías, pero el misterio sigue oculto. En cambio, es revelado a los pequeños, desde la Virgen María hasta los pescadores del lago de Galilea. Ellos lo conocen, como lo conoce el centurión romano al pie de la cruz: este es el Hijo de Dios.
Los hechos esenciales de la vida de Jesús no pertenecen sólo al pasado, sino que están presentes, de distintos modos, en todas las generaciones. También en nuestro tiempo, en los últimos doscientos años, observamos lo mismo. Hay grandes doctos, grandes especialistas, grandes teólogos, maestros de la fe, que nos han enseñado muchas cosas. Han penetrado en los detalles de la Sagrada Escritura, de la historia de la salvación, pero no han podido ver el misterio mismo, el núcleo verdadero: que Jesús era realmente Hijo de Dios, que el Dios trinitario entra en nuestra historia, en un momento histórico determinado, en un hombre como nosotros. Lo esencial ha quedado oculto. Sería fácil citar grandes nombres de la historia de la teología de estos doscientos años, de los cuales hemos aprendido mucho, pero a los ojos de su corazón el misterio no se ha abierto.
En cambio, también en nuestro tiempo están los pequeños que han conocido ese misterio. Pensemos en santa Bernardita Soubirous; en santa Teresa de Lisieux, con su nueva lectura de la Biblia "no científica", pero que entra en el corazón de la Sagrada Escritura; y en los santos y beatos de nuestro tiempo: santa Josefina Bakhita, la beata Teresa de Calcuta, san Damián de Veuster. Podríamos citar muchísimos.
De todo esto surge la pregunta: ¿Por qué es así? ¿Acaso el cristianismo es la religión de los necios, de las personas sin cultura, sin formación? ¿Se apaga la fe donde se despierta la razón? ¿Cómo se explica esto? Quizá debemos mirar una vez más la historia. Es verdad lo que Jesús ha dicho, lo que se puede observar en todos los siglos. Sin embargo, hay una "especie" de pequeños que también son doctos. Al pie de la cruz está la Virgen María, la humilde esclava de Dios y la gran mujer iluminada por Dios. Y también está Juan, pescador del lago de Galilea, pero es el Juan que la Iglesia con razón denominará "el teólogo", porque realmente supo ver el misterio de Dios y anunciarlo: con ojo de águila entró en la luz inaccesible del misterio divino. Así, también después de su resurrección, el Señor, en el camino de Damasco, toca el corazón de Saulo, que es uno de los doctos que no ven. Él mismo, en la primera carta a Timoteo, se define "ignorante" en ese tiempo, a pesar de su ciencia. Pero el Resucitado lo toca: se queda ciego y, al mismo tiempo, se convierte realmente en vidente, comienza a ver. El gran docto se hace pequeño y precisamente por eso ve la necedad de Dios que es sabiduría, sabiduría que supera todas las sabidurías humanas.
Podríamos seguir leyendo toda la historia de este modo. Hago sólo otra observación. Estos doctos sabios, sofòi y sinetòi, en la primera lectura aparecen de otro modo. Aquí sofia y sínesis son dones del Espíritu Santo que descansan sobre el Mesías, sobre Cristo. ¿Qué significa esto? Que hay dos usos de la razón y dos modos de ser sabios o pequeños. Hay un modo de usar la razón que es autónomo, que se pone por encima de Dios, en toda la gama de las ciencias, comenzando por las naturales, donde se universaliza un método adecuado para la investigación de la materia: en este método Dios no entra y, por lo tanto, Dios no existe. Y así, por último, sucede también en teología: se pesca en las aguas de la Sagrada Escritura con una red que permite coger sólo peces de una determinada medida y todo lo que excede esa medida no entra en la red y, por lo tanto, no puede existir. De este modo, el gran misterio de Jesús, del Hijo que se hizo hombre, se reduce a un Jesús histórico: una figura trágica, un fantasma sin carne y hueso, un hombre que se quedó en el sepulcro, se corrompió y es realmente un muerto. El método sabe "captar" determinados peces, pero excluye el gran misterio, porque el hombre se pone a sí mismo como medida: tiene esta soberbia, que al mismo tiempo es una gran necedad, porque absolutiza algunos métodos no adecuados para las grandes realidades; entra en el espíritu académico que hemos visto en los escribas, que responden a los Reyes magos: no me afecta; sigo encerrado en mi existencia, que no se toca. Es la especialización que ve todos los detalles, pero ya no ve la totalidad.
Y está el otro modo de usar la razón, de ser sabios: el del hombre que reconoce quién es; reconoce su medida y la grandeza de Dios, abriéndose con humildad a la novedad de la acción de Dios. Así, precisamente aceptando su propia pequeñez, haciéndose pequeño como es realmente, llega a la verdad. De este modo, también la razón puede expresar todas sus posibilidades, no se apaga, sino que se ensancha, se hace más grande. Se trata de otra sofìa y sìnesis, que no excluye del misterio, sino que es comunión con el Señor en el que descansan sabiduría y conocimiento íntimo, y su verdad.
En este momento pidamos al Señor que nos conceda la verdadera humildad; que nos dé la gracia de ser pequeños para poder ser realmente sabios; que nos ilumine; que nos haga ver su misterio de la alegría del Espíritu Santo; y que nos ayude a ser verdaderos teólogos, que pueden anunciar su misterio porque han sido tocados en la profundidad de su corazón, de su existencia. Amén.