HOMILÍA
VÍSPERAS DE LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS, Y CANTO DEL "TE DEUM". Basílica Vaticana, 31 de diciembre de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

Al término de un año rico en acontecimientos para la Iglesia y para el mundo, esta tarde nos encontramos en la basílica vaticana para celebrar las primeras Vísperas de la solemnidad de María Santísima, Madre de Dios, y para elevar un himno de acción de gracias al Señor del tiempo y de la historia.

Ante todo, las palabras del Apóstol san Pablo, que acabamos de escuchar, arrojan una luz especial sobre la conclusión del año: "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer (...) para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4, 4-5).

El denso pasaje paulino nos habla de la "plenitud de los tiempos" y nos ilumina sobre el contenido de esta expresión. En la historia de la familia humana, Dios quiso introducir su Verbo eterno, haciendo que asumiera una humanidad como la nuestra. Con la encarnación del Hijo de Dios, la eternidad entró en el tiempo, y la historia del hombre se abrió al cumplimiento en el absoluto de Dios. El tiempo ha sido –por decirlo así– "tocado" por Cristo, el Hijo de Dios y de María, y de él ha recibido significados nuevos y sorprendentes: se ha convertido en tiempo de salvación y de gracia. Precisamente desde esta perspectiva debemos considerar el tiempo del año que concluye y del que comienza, para poner las distintas vicisitudes de nuestra vida –importantes o pequeñas, sencillas o indescifrables, alegres o tristes– bajo el signo de la salvación y acoger la llamada que Dios nos hace para conducirnos hacia una meta que está más allá del tiempo: la eternidad.

El texto paulino también quiere subrayar el misterio de la cercanía de Dios a toda la humanidad. Es la cercanía propia del misterio de la Navidad: Dios se hace hombre y al hombre se le da la inaudita posibilidad de ser hijo de Dios. Todo esto nos llena de gran alegría y nos lleva a alabar a Dios. Estamos llamados a decir con la voz, el corazón y la vida nuestro "gracias" a Dios por el don del Hijo, fuente y cumplimiento de todos los demás dones con los cuales el amor divino colma la existencia de cada uno de nosotros, de las familias, de las comunidades, de la Iglesia y del mundo. El canto del Te Deum, que hoy resuena en las Iglesias de todos los lugares de la tierra, quiere ser un signo de la gozosa gratitud que manifestamos a Dios por todo lo que nos ha dado en Cristo. Verdaderamente "de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia" (Jn 1, 16).

Siguiendo una feliz costumbre, esta tarde quiero agradecer junto con vosotros al Señor, especialmente, las gracias sobreabundantes que ha concedido a nuestra comunidad diocesana de Roma a lo largo de este año que llega a su fin. Deseo dirigir, ante todo, un saludo especial al cardenal vicario, a los obispos auxiliares, a los sacerdotes, a las personas consagradas, al igual que a los numerosos fieles laicos aquí reunidos. Saludo, asimismo, con deferente cordialidad al señor alcalde y a las autoridades presentes. Extiendo también mi saludo a todos los que viven en nuestra ciudad, especialmente a los que pasan por situaciones de dificultad y de malestar: a todos y cada uno aseguro mi cercanía espiritual, avalorada por el constante recuerdo en la oración.

En cuanto al camino de la diócesis de Roma, renuevo mi aprecio por la elección pastoral de dedicar tiempo a una verificación del itinerario recorrido, a fin de aumentar el sentido de pertenencia a la Iglesia y favorecer la corresponsabilidad pastoral. Para subrayar la importancia de esta verificación, también yo he querido dar mi contribución, interviniendo, el 26 de mayo pasado por la tarde, en la Asamblea diocesana en San Juan de Letrán. Me alegra que el programa de la diócesis esté avanzando positivamente con una acción apostólica capilar, que se lleva a cabo en las parroquias, en las prefecturas y en las varias asociaciones eclesiales sobre dos ámbitos esenciales para la vida y la misión de la Iglesia, como son la celebración de la Eucaristía dominical y el testimonio de la caridad. Aliento a los fieles a participar en gran número en las asambleas que se realizarán en las distintas parroquias, para poder dar una contribución eficaz a la edificación de la Iglesia. También hoy el Señor quiere dar a conocer a los habitantes de Roma su amor por la humanidad y confía a cada uno, en la diversidad de los ministerios y las responsabilidades, la misión de anunciar su palabra de verdad y de testimoniar la caridad y la solidaridad.

Sólo contemplando el misterio del Verbo encarnado el hombre puede encontrar la respuesta a los grandes interrogantes de la existencia humana y descubrir así la verdad sobre su identidad. Por esto la Iglesia, en todo el mundo y también aquí, en la Urbe, está comprometida en promover el desarrollo integral de la persona humana. Por lo tanto, he acogido favorablemente la programación de una serie de "encuentros culturales en la catedral", que tendrán por tema mi reciente encíclica Caritas in veritate.

Desde hace algunos años muchas familias, numerosos educadores y las comunidades parroquiales se dedican a ayudar a los jóvenes a construir su futuro sobre bases sólidas, especialmente sobre la roca que es Jesucristo. Deseo que este renovado compromiso educativo realice cada vez más una fecunda sinergia entre la comunidad eclesial y la ciudad para ayudar a los jóvenes a planear su vida. Asimismo, espero que el congreso organizado por el Vicariato, que tendrá lugar el próximo mes de marzo, dé también una valiosa contribución en este importante ámbito.

Para ser testigos autorizados de la verdad sobre el hombre es necesaria una escucha orante de la Palabra de Dios. Al respecto, deseo recomendar sobre todo la antigua tradición de la lectio divina. Las parroquias y las distintas realidades eclesiales, también gracias al material que el Vicariato ha preparado, podrán promover útilmente esta antigua práctica, de manera que se convierta en parte esencial de la pastoral ordinaria.

La Palabra, creída, anunciada y vivida nos impulsa a comportamientos de solidaridad y a compartir. A la vez que alabo al Señor por la ayuda que las comunidades cristianas han sabido dar con generosidad a cuantos han llamado a sus puertas, deseo alentar a todos a proseguir el compromiso de aliviar las dificultades por las que pasan, todavía hoy, tantas familias probadas por la crisis económica y el desempleo. Que el Nacimiento del Señor, que nos recuerda la gratuidad con la que Dios ha venido a salvarnos, haciéndose cargo de nuestra humanidad y dándonos su vida divina, ayude a todos los hombres de buena voluntad a comprender que el comportamiento humano sólo cambia y se transforma si se abre al amor de Dios, convirtiéndose en levadura de un futuro mejor para todos.

Queridos hermanos y hermanas, Roma necesita sacerdotes que sean anunciadores valientes del Evangelio y, al mismo tiempo, revelen el rostro misericordioso del Padre. Invito a los jóvenes a no tener miedo de responder con el don total de su vida a la llamada que el Señor les dirige a seguirlo por el camino del sacerdocio o de la vida consagrada.

Deseo, desde ahora, que el encuentro del 25 de marzo próximo, 25° aniversario de la institución de la Jornada mundial de la juventud y 10° aniversario de la inolvidable que se celebró en Tor Vergata, constituya para todas las comunidades parroquiales y religiosas, los movimientos y las asociaciones, un momento fuerte de reflexión y de invocación para obtener del Señor el don de numerosas vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.

Al despedirnos del año que concluye y comenzar uno nuevo, la liturgia de hoy nos introduce en la solemnidad de María Santísima, Madre de Dios. La Virgen santa es Madre de la Iglesia y Madre de cada uno de sus miembros, es decir, Madre de cada uno de nosotros, en Cristo. Pidámosle a ella que nos acompañe con su solícita protección, hoy y siempre, para que Cristo nos acoja un día en su gloria, en la asamblea de los santos: Aeterna fac cum sanctis tuis in gloria numerari. ¡Aleluya! Amén