Vísperas de la solemnidad de Santa María, madre de Dios
Lunes 31 de diciembre de 2012
Señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado, distinguidas autoridades, queridos hermanos y hermanas:
Doy las gracias a cuantos habéis querido participar en esta liturgia de la última hora del año del Señor 2012. Esta "hora" lleva en sí una intensidad particular y se convierte, en cierto modo, en una síntesis de todas las horas del año que está a punto de pasar. Saludo cordialmente a los señores cardenales, a los obispos, a los presbíteros, a las personas consagradas y a los fieles laicos, especialmente a quienes representan a la comunidad eclesial de Roma. De manera particular saludo a todas las autoridades presentes, empezando por el alcalde de la ciudad, y le agradezco que haya querido compartir con nosotros este momento de oración y de acción de gracias a Dios.
El Te Deum que elevamos al Señor esta tarde, al término de un año solar, es un himno de gratitud que se abre con la alabanza –"A ti, oh Dios, te alabamos; a ti, Señor, te reconocemos"– y concluye con una profesión de confianza –"En ti, Señor, confié; no me veré defraudado para siempre"–. Cualquiera que haya sido la marcha del año, fácil o difícil, estéril o rico de frutos, nosotros damos gracias a Dios. En el Te Deum, de hecho, se contiene una sabiduría profunda: la sabiduría que nos hace decir que, a pesar de todo, existe el bien en el mundo, y este bien está destinado a vencer gracias a Dios, el Dios de Jesucristo, encarnado, muerto y resucitado. Cierto: a veces es difícil percibir esta profunda realidad porque el mal hace más ruido que el bien; un homicidio feroz, extendidas violencias, graves injusticias son noticia; al contrario, los gestos de amor y de servicio, la fatiga cotidiana soportada con fidelidad y paciencia, se quedan a menudo en la sombra, no emergen. Es motivo también para que no nos quedemos sólo en las noticias si queremos entender el mundo y la vida; debemos ser capaces de detenernos en el silencio, en la meditación, en la reflexión serena y prolongada; debemos saber pararnos a pensar. De este modo nuestro ánimo puede hallar curación de las inevitables heridas del día a día, puede profundizar en los hechos que ocurren en nuestra vida y en el mundo y llegar a esa sabiduría que permite valorar las cosas con ojos nuevos. Sobre todo en el recogimiento de la conciencia, donde nos habla Dios, se aprende a contemplar con verdad las propias acciones, también el mal presente en nosotros y a nuestro alrededor, para comenzar un camino de conversión que haga más sabios y mejores, más capaces de generar solidaridad y comunión, de vencer el mal con el bien. El cristiano es un hombre de esperanza –también y sobre todo frente a la oscuridad que a menudo existe en el mundo y que no depende del proyecto de Dios, sino de las elecciones erróneas del hombre– pues sabe que la fuerza de la fe puede mover montañas (cf. Mt 17, 20): el Señor puede iluminar hasta la tiniebla más densa.
El Año de la fe, que la Iglesia está viviendo, quiere suscitar en el corazón de cada creyente una conciencia mayor de que el encuentro con Cristo es la fuente de la verdadera vida y de una sólida esperanza. La fe en Jesús permite una constante renovación en el bien y la capacidad de salir de las arenas movedizas del pecado y recomenzar de nuevo. En el Verbo hecho carne es posible, cada vez de nuevo, hallar la verdadera identidad del hombre, que se descubre destinatario del infinito amor de Dios y llamado a la comunión personal con Él. Esta verdad, que Jesucristo vino a revelar, es la certeza que nos impulsa a mirar con confianza el año que estamos a punto de empezar.
La Iglesia, que ha recibido de su Señor la misión de evangelizar, sabe bien que el Evangelio está destinado a todos los hombres, en particular a las nuevas generaciones, para saciar la sed de verdad que cada uno lleva en el corazón y que frecuentemente está ofuscada por las muchas cosas que ocupan la vida. Este empeño apostólico es más necesario aún cuando la fe corre el riesgo de oscurecerse en contextos culturales que obstaculizan su arraigo personal y presencia social. También Roma es una ciudad donde la fe cristiana debe anunciarse siempre de nuevo y testimoniarse de manera creíble. Por un lado el número creciente de creyentes de otras religiones, la dificultad de las comunidades parroquiales de acercarse a los jóvenes, la difusión de estilos de vida marcados de individualismo y relativismo ético; y por otro lado la búsqueda en tantas personas de un sentido para su propia existencia y de una esperanza que no defraude, no pueden dejarnos indiferentes. Como el apóstol Pablo (cf. Rm 1, 14-15), cada fiel de esta ciudad debe sentirse deudor del Evangelio hacia los demás habitantes.
Precisamente por esto ya desde hace años nuestra diócesis está comprometida en acentuar la dimensión misionera de la pastoral ordinaria, a fin de que los creyentes, sostenidos especialmente por la Eucaristía dominical, se conviertan en discípulos y testigos coherentes de Jesucristo. A esta coherencia de vida están llamados de modo del todo particular los padres cristianos, que son para sus hijos los primeros educadores en la fe. La complejidad de la vida en una gran ciudad como Roma y una cultura que se muestra frecuentemente indiferente respecto a Dios, imponen que no se deje solos a padres y madres en esta tarea tan decisiva; es más, que se les sostenga y acompañe en su vida espiritual. Con este propósito animo a cuantos trabajan en la pastoral familiar a poner en práctica las directivas pastorales fruto de la pasada Asamblea diocesana, dedicada a la pastoral bautismal y post-bautismal. Es necesario un compromiso generoso para desarrollar los itinerarios de formación espiritual que, después del bautizo de los niños, acompañen a los padres a tener viva la llama de la fe, ofreciéndoles sugerencias concretas para que, desde la más tierna edad, se anuncie el Evangelio de Jesús. El nacimiento de grupos de familias en los que se escucha la Palabra de Dios y se comparten las experiencias de vida cristiana ayuda a reforzar el sentido de pertenencia a la comunidad eclesial y a crecer en la amistad con el Señor. Es igualmente importante construir una relación de cordial amistad también con los fieles que, después de haber bautizado a sus hijos, apartados por las urgencias de la vida cotidiana, no muestran gran interés en vivir esta experiencia: así podrán conocer el afecto de la Iglesia que, como madre solícita, se sitúa a su lado para favorecer su vida espiritual.
Para poder anunciar el Evangelio y permitir a los que aún no conocen a Jesús –o le han abandonado– cruzar nuevamente la puerta de la fe y vivir la comunión con Dios, es indispensable conocer de manera profunda el significado de las verdades que se contienen en la Profesión de fe. Así que el compromiso de una formación sistemática de los agentes pastorales, que desde hace algunos años se realiza en las distintas prefecturas de la diócesis de Roma, es una vía preciosa cuyo seguimiento se requiere con empeño también en el futuro, a fin de formar a laicos que sepan hacerse eco del Evangelio en cada hogar y en cada ambiente, también a través de los centros de escucha que tanto fruto dieron en el tiempo de la Misión ciudadana. Al respecto los "Diálogos en la catedral", que desde hace años tienen lugar en la basílica de San Juan de Letrán, constituyen una experiencia cuánto más oportuna para encontrar a la ciudad y dialogar con quienes, buscadores de Dios y de la verdad, se interrogan por las grandes cuestiones de la existencia humana.
Como en los siglos pasados, también hoy la Iglesia de Roma está llamada a anunciar y testimoniar incansablemente la riqueza del Evangelio de Cristo. Ello incluso sosteniendo a cuantos viven en situaciones de pobreza y marginación, así como a las familias en dificultad, especialmente cuando deben cuidar a personas enfermas y discapacitadas. Confío vivamente en que las instituciones a distintos niveles no desfallezcan en su actividad para que todos los ciudadanos tengan acceso a lo esencial para vivir dignamente.
Queridos amigos: ¡en la última tarde del año que llega a término y ante el umbral del nuevo, ¡alabemos al Señor! Manifestemos al "que es, el que era y ha de venir" (Ap 1, 8) el arrepentimiento y la petición de perdón por las faltas cometidas, así como el sincero agradecimiento por los innumerables beneficios concedidos por la divina Bondad. En particular, damos gracias por la gracia y la verdad que han venido a nosotros por medio de Jesucristo. En Él se halla la plenitud de todo tiempo humano. En Él se custodia el futuro de cada hombre. En Él se realiza el cumplimiento de las esperanzas de la Iglesia y del mundo. Amén.