MENSAJE
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
PARA LA XCIII JORNADA MUNDIAL
DEL EMIGRANTE Y EL REFUGIADO —2007—
"La familia migrante"
¡Queridos hermanos y hermanas!
Con ocasión de la próxima Jornada Mundial del Migrante y el Refugiado, con la mirada puesta en la Santa Familia de Nazaret, icono de todas las familias, querría invitarlos a reflexionar sobre la situación de la familia migrante. El evangelista Mateo narra que, poco tiempo después del nacimiento de Jesús, José se vio obligado a salir de noche hacia Egipto llevando consigo al niño y a su madre, para huir de la persecución del rey Herodes (cfr Mt 2, 13-15). Comentando esta página evangélica, mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Papa Pío XII, escribió en 1952: “La familia de Nazaret en exilio, Jesús, María y José, emigrantes en Egipto y allí refugiados para sustraerse a la ira de un rey impío, son el modelo, el ejemplo y el consuelo de los emigrantes y peregrinos de cada época y País, de todos los prófugos de cualquier condición que, acuciados por las persecuciones o por la necesidad, se ven obligados a abandonar la patria, la amada familia y los amigos entrañables para dirigirse a tierras extranjeras” (Exsul familia, AAS 44, 1952, 649). En el drama de la Familia de Nazaret, obligada a refugiarse en Egipto, percibimos la dolorosa condición de todos los migrantes, especialmente de los refugiados, de los desterrados, de los evacuados, de los prófugos, de los perseguidos. Percibimos las dificultades de cada familia migrante, las penurias, las humillaciones, la estrechez y la fragilidad de millones y millones de migrantes, prófugos y refugiados. La Familia de Nazaret refleja la imagen de Dios custodiada en el corazón de cada familia humana, si bien desfigurada y debilitada por la emigración.
El tema de la próxima Jornada Mundial del Migrante y el Refugiado – La familia migrante – se sitúa en continuidad con los del 1980, 1986 y 1993, y pretende acentuar ulteriormente el compromiso de la Iglesia no sólo a favor del individuo migrante, sino también de su familia, lugar y recurso de la cultura de la vida y principio de integración de valores. Muchas son las dificultades que encuentra la familia del migrante. La lejanía de sus componentes y la frustrada reunificación son a menudo ocasión de ruptura de los vínculos originarios. Se establecen nuevas relaciones y nacen nuevos afectos; se olvida el pasado y los propios deberes, puestos a dura prueba por la distancia y la soledad. Si no se garantiza a la familia inmigrada una real posibilidad de inserción y participación, es difícil prever su desarrollo armónico. La Convención internacional sobre la protección de los derechos de todos los trabajadores migratorios y de sus familiares, entrada en vigencia el 1 de julio de 2003, pretende tutelar los trabajadores y trabajadoras migrantes y los miembros de las respectivas familias. Se reconoce, por tanto, el valor de la familia también en lo que atañe a la emigración, fenómeno ahora estructural de nuestras sociedades. La Iglesia anima la ratificación de los instrumentos legales internacionales propuestos para defender los derechos de los migrantes, de los refugiados y de sus familias, y ofrece, en varias de sus Instituciones y Asociaciones, aquella advocacy que se hace cada vez más necesaria. Se han abierto, para tal fin, centros de escucha para migrantes, casas para su acogida, oficinas de servicios para las personas y las familias, y se han puesto en marcha otras iniciativas para satisfacer las crecientes exigencias en este campo.
Actualmente, se está trabajando mucho por la integración de las familias de los inmigrantes, no obstante quede aún tanto por hacer. Existen dificultades efectivas relacionadas con algunos “mecanismos de defensa” de la primera generación inmigrada, que pueden llegar a constituir un obstáculo para una subsiguiente maduración de los jóvenes de la segunda generación. Es por tanto necesario predisponer acciones legislativas, jurídicas y sociales para facilitar dicha integración. En estos últimos tiempos ha aumentado el número de mujeres que abandonan el País de origen en busca de mejores condiciones de vida, en pos de perspectivas profesionales más alentadoras. Pero no son pocas las mujeres que terminan siendo víctimas del tráfico de seres humanos y de la prostitución. En las reunificaciones familiares las asistentes sociales, en particular las religiosas, pueden llevar a cabo un beneficioso servicio de mediación, digno de una creciente valorización.
En cuanto al tema de la integración de las familias de los inmigrantes, siento el deber de llamar la atención sobre las familias de los refugiados, cuyas condiciones parecen empeorar con respecto al pasado, también por lo que atañe a la reunificación de los núcleos familiares. En los territorios destinados a su acogida, junto a las dificultades logísticas, y personales, asociadas a los traumas y el estrés emocional por las trágicas experiencias vividas, a veces se suma el riesgo de la implicación de mujeres y niños en la explotación sexual como mecanismo de sobrevivencia. En estos casos, es necesaria una atenta presencia pastoral que, además de prestar asistencia capaz de aliviar las heridas del corazón, ofrezca por parte de la comunidad cristiana un apoyo capaz de restablecer la cultura del respeto y redescubrir el verdadero valor del amor. Es preciso animar, a todo aquel que está destruido interiormente, a recuperar la confianza en sí mismo. Es necesario, en fin, comprometerse para garantizar los derechos y la dignidad de las familias, y asegurarles un alojamiento conforme a sus exigencias. A los refugiados se les pide que cultiven una actitud abierta y positiva hacia la sociedad que los acoge, manteniendo una disponibilidad activa a las propuestas de participación para construir juntos una comunidad integrada, que sea “casa común” de todos.
Entre los migrantes existe una categoría que debemos considerar de forma especial: los estudiantes de otros Países, que se hallan lejos de su hogar, sin un adecuado conocimiento del idioma, a veces carentes de amistades, y a menudo dotados con becas insuficientes. Su condición se agrava cuando se trata de estudiantes casados. Con sus Instituciones, la Iglesia se esfuerza por hacer menos dolorosa la ausencia del apoyo familiar de estos jóvenes estudiantes, ayudándolos a integrarse en las ciudades que les reciben, poniéndolos en contacto con familias dispuestas a acogerles y a facilitar el conocimiento recíproco. Como he dicho en otra ocasión, la ayuda a los estudiantes extranjeros es “un importante campo de acción pastoral. Sin lugar a dudas, los jóvenes que por motivos de estudio abandonan el propio País se enfrentan a numerosos problemas, sobre todo al riesgo de una crisis de identidad” (L’Osservatore Romano, 15 de diciembre de 2005).
Queridos hermanos y hermanas, pueda la Jornada Mundial del Migrante y el Refugiado convertirse en una ocasión útil para sensibilizar las comunidades eclesiales y la opinión pública acerca de las necesidades y problemas, así como de las potencialidades positivas, de las familias migrantes. Dirijo de modo especial mi pensamiento a quienes están comprometidos directamente con el vasto fenómeno de la migración, y aquellos que emplean sus energías pastorales al servicio de la movilidad humana. La palabra del apóstol Pablo: “caritas Christi urget nos” (2Co 5, 14) los anime a donarse, con preferencia, a los hermanos y hermanas más necesitados. Con estos sentimientos, invoco sobre cada uno la divina asistencia, y a todos imparto con cariño una especial Bendición Apostólica.
Vaticano, 18 de octubre de 2006