MENSAJE

DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

PARA LA CELEBRACIÓN DE LA

XV JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO

(11 febrero 2007)

Queridos hermanos y hermanas: 

El 11 de febrero de 2007, día en que la Iglesia celebra la memoria litúrgica de Nuestra Señora de Lourdes, tendrá lugar en Seúl, Corea, la XV Jornada mundial del enfermo. Se llevarán a cabo una serie de encuentros, conferencias, asambleas pastorales y celebraciones litúrgicas con representantes de la Iglesia en Corea, con el personal de la asistencia sanitaria, así como con los enfermos y sus familias.

Una vez más la Iglesia vuelve sus ojos a quienes sufren y llama la atención hacia los enfermos incurables, muchos de los cuales están muriendo a causa de enfermedades terminales. Se encuentran presentes en todos los continentes, particularmente en los lugares donde la pobreza y las privaciones causan miseria y dolor inmensos. Consciente de estos sufrimientos, estaré espiritualmente presente en la Jornada mundial del enfermo, unido a los participantes, que discutirán sobre la plaga de las enfermedades incurables en nuestro mundo, y alentando los esfuerzos de las comunidades cristianas en su testimonio de la ternura y la misericordia del Señor.

La enfermedad conlleva inevitablemente un momento de crisis y de seria confrontación con la situación personal. Los avances de las ciencias médicas proporcionan a menudo los medios necesarios para afrontar este desafío, por lo menos con respecto a los aspectos físicos. Sin embargo, la vida humana tiene sus límites intrínsecos, y tarde o temprano termina con la muerte.

Esta es una experiencia a la que todo ser humano está llamado, y para la cual debe estar preparado.

A pesar de los avances de la ciencia, no se puede encontrar una curación para todas las enfermedades; por consiguiente, en los hospitales, en los hospicios y en los hogares de todo el mundo nos encontramos con el sufrimiento de numerosos hermanos nuestros enfermos incurables y a menudo en fase terminal. Además, muchos millones de personas en el mundo viven aún en condiciones insalubres y no tienen acceso a los recursos médicos necesarios, a menudo del tipo más básico, con el resultado de que ha aumentado notablemente el número de seres humanos considerados "incurables".

La Iglesia desea apoyar a los enfermos incurables y en fase terminal reclamando políticas sociales justas que ayuden a eliminar las causas de muchas enfermedades e instando a prestar una mejor asistencia a los moribundos y a los que no pueden recibir atención médica. Es necesario promover políticas que creen condiciones que permitan a las personas sobrellevar incluso las enfermedades incurables y afrontar la muerte de una manera digna. Al respecto, conviene destacar una vez más la necesidad de aumentar el número de los centros de cuidados paliativos que proporcionen una atención integral, ofreciendo a los enfermos la asistencia humana y el acompañamiento espiritual que necesitan. Se trata de un derecho que pertenece a todo ser humano y que todos debemos comprometernos a defender.

Deseo apoyar los esfuerzos de quienes trabajan diariamente para garantizar que los enfermos incurables y en fase terminal, juntamente con sus familias, reciban una asistencia adecuada y afectuosa.

La Iglesia, siguiendo el ejemplo del buen samaritano, ha mostrado siempre una solicitud particular por los enfermos. A través de cada uno de sus miembros y de sus instituciones, sigue estando al lado de los que sufren y de los moribundos, tratando de preservar su dignidad en esos momentos tan significativos de la existencia humana. Muchas de esas personas -profesionales de la asistencia sanitaria, agentes pastorales y voluntarios- e instituciones en todo el mundo sirven incansablemente a los enfermos, en hospitales y en unidades de cuidados paliativos, en las calles de las ciudades, en proyectos de asistencia a domicilio y en parroquias.

Ahora me dirijo a vosotros, queridos hermanos y hermanas que sufrís enfermedades incurables y terminales. Os animo a contemplar los sufrimientos de Cristo crucificado, y, en unión con él, a dirigiros al Padre con plena confianza en que toda vida, y la vuestra en particular, está en sus manos. Confiad en que vuestros sufrimientos, unidos a los de Cristo, resultarán fecundos para las necesidades de la Iglesia y del mundo.

Pido al Señor que fortalezca vuestra fe en su amor, especialmente durante estas pruebas que estáis afrontando. Espero que, dondequiera que estéis, encontréis siempre el aliento y la fuerza espiritual necesarios para alimentar vuestra fe y acercaros más al Padre de la vida. A través de sus sacerdotes y de sus agentes pastorales, la Iglesia desea asistiros y estar a vuestro lado, ayudándoos en la hora de la necesidad, haciendo presente así la misericordia amorosa de Cristo hacia los que sufren.

Por último, pido a las comunidades eclesiales en todo el mundo, y particularmente a las que se dedican al servicio de los enfermos, que, con la ayuda de María, Salus infirmorum, sigan dando un testimonio eficaz de la solicitud amorosa de Dios, nuestro Padre.

Que la santísima Virgen María, nuestra Madre, conforte a los que están enfermos y sostenga a todos los que han consagrado su vida, como buenos samaritanos, a curar las heridas físicas y espirituales de quienes sufren. Unido a cada uno de vosotros con el pensamiento y la oración, os imparto de corazón mi bendición apostólica como prenda de fortaleza y paz en el Señor.

Vaticano, 8 de diciembre de 2006