Mensaje para la XVII jornada mundial del enfermo
Vaticano, 2 de febrero de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
Con motivo de la Jornada mundial del enfermo, que se celebra el próximo 11 de febrero, memoria litúrgica de Nuestra Señora de Lourdes, las comunidades diocesanas se reunirán con sus obispos en encuentros de oración, para reflexionar y decidir iniciativas de sensibilización sobre la realidad del sufrimiento. El Año paulino, que estamos celebrando, ofrece la ocasión propicia para detenernos a meditar con el apóstol san Pablo sobre el hecho de que, "así como abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, igualmente abunda también por Cristo nuestra consolación" (2Co 1, 5). Además, la unión espiritual con Lourdes nos trae a la mente la solicitud maternal de la Madre de Jesús por los hermanos de su Hijo "que todavía peregrinan y viven entre angustias y peligros, hasta que lleguen a la patria feliz" (Lumen gentium, 62).
Este año nuestra atención se dirige en particular a los niños, las criaturas más débiles e indefensas y, entre ellos, a los niños enfermos y a los que sufren. Hay niños que llevan en su cuerpo las consecuencias de enfermedades que los dejan incapacitados, y otros que luchan con males hoy aún incurables a pesar del progreso de la medicina y la asistencia de buenos investigadores y profesionales de la salud. Hay niños heridos en su cuerpo y en su alma como consecuencia de conflictos y guerras, y otros que son víctimas inocentes del odio de personas adultas insensatas. Hay niños "de la calle", privados del calor de una familia y abandonados a sí mismos; y menores profanados por gente despreciable que viola su inocencia, provocando en ellos una herida psicológica que los marcará para el resto de su vida. Tampoco podemos olvidar el incalculable número de menores que mueren a causa de la sed, del hambre, de la carencia de asistencia sanitaria, así como a los niños exiliados y prófugos de su propia tierra que, juntamente con sus padres, van en búsqueda de mejores condiciones de vida. De todos estos niños se eleva un silencioso grito de dolor que interpela a nuestra conciencia de hombres y de creyentes.
La comunidad cristiana, que no puede permanecer indiferente ante situaciones tan dramáticas, siente el imperioso deber de intervenir. En efecto, la Iglesia, como escribí en la encíclica Deus caritas est, "es la familia de Dios en el mundo. En esta familia no debe haber nadie que sufra por falta de lo necesario" (Deus caritas est, 25, b). Por tanto, deseo que también la Jornada mundial del enfermo brinde a las comunidades parroquiales y diocesanas la oportunidad de tomar cada vez mayor conciencia de que son "familia de Dios", y las anime a hacer perceptible en las aldeas, en los barrios y en las ciudades, el amor del Señor, que pide "que en la Iglesia misma, como familia, ninguno de sus miembros sufra por encontrarse en necesidad" (ib.). El testimonio de la caridad forma parte de la vida misma de toda comunidad cristiana. Y desde el principio la Iglesia ha traducido en gestos concretos los principios evangélicos, como leemos en los Hechos de los Apóstoles. Hoy, dadas las nuevas situaciones de la asistencia sanitaria, se siente la necesidad de una colaboración más estrecha entre los profesionales de la salud que trabajan en las distintas instituciones sanitarias y las comunidades eclesiales presentes en su territorio. Desde esta perspectiva se confirma en todo su valor una institución relacionada con la Santa Sede, como es el Hospital pediátrico Niño Jesús, que este año celebra 140 años de vida.
Pero hay más. Dado que el niño enfermo pertenece a una familia que comparte su sufrimiento a menudo con graves problemas y dificultades, las comunidades cristianas no pueden dejar de hacerse cargo también de ayudar a los núcleos familiares afectados por la enfermedad de un hijo o de una hija. A ejemplo del "buen samaritano" es necesario que preste asistencia a las personas tan duramente probadas y les ofrezca el apoyo de una solidaridad concreta. De este modo, aceptar y compartir el sufrimiento se traduce en un apoyo útil a las familias de los niños enfermos, creando dentro de ellas un clima de serenidad y esperanza, y haciendo que reconozcan que a su alrededor hay una familia más vasta de hermanos y hermanas en Cristo.
La compasión de Jesús por el llanto de la viuda de Naím (cf. Lc 7, 12-17) y por la apremiante súplica de Jairo (cf. Lc 8, 41-56) constituyen, entre otros, algunos puntos de referencia útiles para aprender a compartir los momentos de dolor físico y moral de tantas familias probadas. Todo esto presupone un amor desinteresado y generoso, reflejo y signo del amor misericordioso de Dios, que nunca abandona a sus hijos en la prueba, sino que siempre les proporciona admirables recursos de corazón y de inteligencia para que puedan afrontar adecuadamente las dificultades de la vida.
La dedicación diaria y el compromiso sin descanso al servicio de los niños enfermos constituyen un testimonio elocuente de amor por la vida humana, en particular por la vida de quien es débil y depende de los demás en todo y para todo. Es necesario afirmar con vigor la absoluta y suprema dignidad de toda vida humana. Con el paso del tiempo no cambia la enseñanza que la Iglesia proclama incesantemente: la vida humana es bella y debe vivirse en plenitud también cuando es débil y está envuelta en el misterio del sufrimiento. Es a Jesús crucificado a quien debemos dirigir nuestra mirada: al morir en la cruz quiso compartir el dolor de toda la humanidad. En su sufrimiento por amor vislumbramos una suprema coparticipación en las penas de los niños enfermos y de sus padres.
Mi venerado predecesor Juan Pablo II, que desde la aceptación paciente del sufrimiento dio un ejemplo luminoso especialmente en el ocaso de su vida, escribió: "En la cruz está el "Redentor del hombre", el Varón de dolores, que asumió en sí mismo los sufrimientos físicos y morales de los hombres de todos los tiempos, para que en el amor puedan encontrar el sentido salvífico de su dolor y respuestas válidas a todas sus preguntas" (Salvifici doloris, 31).
Deseo expresar aquí mi aprecio y mi aliento a las organizaciones internacionales y nacionales que se ocupan del cuidado de los niños enfermos, particularmente en los países pobres, y con generosidad y abnegación dan su contribución para asegurarles asistencia adecuada y amorosa. Al mismo tiempo, hago un urgente llamamiento a los responsables de las naciones para que se potencien las leyes y se tomen medidas en favor de los niños enfermos y de sus familias. Siempre, pero más aún cuando está en juego la vida de los niños, la Iglesia, por su parte, está dispuesta a prestar su cordial colaboración con el fin de transformar toda la civilización humana en "civilización del amor" (cf. ib., 30).
Ya para concluir, quiero manifestar mi cercanía espiritual a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas que sufrís alguna enfermedad. Dirijo un afectuoso saludo a cuantos os asisten: a los obispos, a los sacerdotes, a las personas consagradas, a los profesionales de la salud, a los voluntarios y a todos aquellos que se dedican con amor a curar y aliviar los sufrimientos de quienes padecen alguna enfermedad. Un saludo muy especial para vosotros, queridos niños que estáis enfermos y sufrís: el Papa os abraza con afecto paterno junto con vuestros padres y familiares, y os asegura un recuerdo especial en la oración, invitándoos a confiar en la ayuda maternal de la Inmaculada Virgen María, a la que en la pasada Navidad hemos contemplado una vez más mientras aprieta con alegría entre sus brazos al Hijo de Dios hecho niño.
Invocando sobre vosotros y sobre todos los enfermos la protección maternal de la Virgen santísima, Salud de los enfermos, os imparto de corazón a todos una bendición apostólica especial.